Se cumplen 3 años del brutal ataque parapolicial que sufrieron los pibes que vivieron durante un año en la glorieta de la plaza San Martín. Aquel hecho dio lugar al surgimiento de la Asamblea Permanente por los Derechos de la Niñez (APDN), que hoy sigue reclamando por los derechos vulnerados de los niños y niñas. En ese camino de lucha, esta tarde -desde las 15 horas- habrá una jornada de juegos y abrazos, en torno a la glorieta de Plaza San Martín. Desde La Pulseada reafirmamos nuestro compromiso con la misma causa y recordamos el artículo que publicamos en aquella oportunidad sobre el ataque parapolicial y el clima social que lo habilitó.
La sociedad, sus miedos y los medios en el medio
ESCUADRONES
Donde algunos ven la tragedia de un grupo de pibes a quienes les robaron la infancia, otros esquivan la mirada y hablan de una banda de menores delincuentes que, cuanto menos, debería estar encerrada por siempre, “antes de que nos maten”. La prensa, que reduce el asunto a sus páginas policiales, inclina la balanza en la disyuntiva entre terminar con el hambre o acabar con los hambrientos. La represión parapolicial a los chicos que dormían en la Plaza San Martín impone que nos planteemos en forma urgente y sin eufemismos, qué sociedad queremos construir.
Por Daniel Badenes
“Muy Bien, ya es hora de sacar esa escoria de la calle,
así el ciudadano honesto puede vivir tranquilo!!!!!!!!!”
(firmado por “Barredor de lacras”, comentario anónimo al artículo
“Patota armada atacó y amenazó a chicos que viven en una plaza”,
en www.minutouno.com, 29/07/08)
“A mí me gustaría ser libre. ¿A vos no te gustaría ser libre?”
(Bebu, uno de los chicos que dormía en Plaza San Martín, en La Pulseada Nº 62)
Las páginas de La Pulseada lo denuncian desde siempre: en Argentina hay concentración de la riqueza y hambre. Hay miles de muertes por causas evitables cuando una sola es demasiado. Para pocos hay “justicia” y para muchos, desamparo. Las prisiones están atiborradas de jóvenes pobres, igual que las comisarías y los institutos de menores. Otros tantos sobreviven sin techo firme, sin servicios básicos y sin trabajo. La calle es su cárcel a la intemperie, donde los uniformados desconocen los derechos y el invierno no perdona.
En La Plata hay centenares de pibes que viven en la calle, pero 17 de ellos son un problema. Al menos así pareció las últimas semanas, los últimos meses, cuando “los chicos de Humanidades” o “de Plaza San Martín” dejaron de ser invisibles. Entonces, todos tuvieron algo para decir:
-El municipio se ha propuesto tener un lugar. No está siendo fácil armarlo pero lo estamos intentando.
-Se drogan todo el día.
-Solicitamos que se arbitren todos los medios y acciones que otorga el plexo normativo sobre menores, tendientes a establecer los derechos vulnerados.
-Nos faltan herramientas para abordar la realidad concreta.
-Estuvimos ofreciendo diferentes alternativas. Ellos quieren estar juntos y estar ahí.
-Roban siempre; a mí hijo le sacaron el celular.
Y como dijo un periodista de radio:
-¿Cómo puede ser que un grupo de menores esté viviendo virtualmente frente a la gobernación y frente a la legislatura?
El problema no es la falta de techo, sino que lo busquen tan cerquita del poder, tan en el centro, en el eje cívico de una ciudad que se creyó perfecta.
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Hace 120 años, en los primeros tiempos de La Plata, había pocas plazas y espacios verdes organizados. La planificada cuadrícula los preveía, pero en los hechos no existían más que el Paseo del Bosque, la Plaza de la Policía y la actual San Martín, que entonces se llamaba Primera Junta y estaba atravesada por las calles 51 y 53, por donde paseaban los carruajes. A la glorieta de la “Plaza de la Legislatura” –como se la conocía– asistía la “alta sociedad” platense para encontrarse y escuchar los conciertos de la Banda de la Policía.
Fue la prédica de esa élite y de diarios locales conservadores la que promovió la formación de nuevos espacios de paseo como la Plaza Principal (Moreno), la de Aguas Corrientes (Parque Saavedra) o la Italia. Y tal campaña no fue casual: ocurrió hacia 1890, cuando los sectores populares empezaron a decir presente en sitios que, aún sin rejas, parecían cerrados a la aristocracia local. Hacia fines del siglo XIX, la prensa reflejaba las quejas por la aparición de personajes “inapropiados” y “manchas oscuras” en los tradicionales y exclusivos paseos.
Entrado el siglo XX, la historia le pasó por encima al sitio de la glorieta. Allí se manifestaron, por ejemplo, los obreros venidos de Berisso y Ensenada que reclamaron la libertad de Perón en octubre de 1945. Con el tiempo, la Plaza San Martín se convirtió en el lugar de las convocatorias políticas.
La última dictadura aplacó el uso del espacio público: el control policial-militar hizo una parte y el temor infundido, el resto. En un estudio pionero sobre el consenso social del gobierno de facto, el politólogo Guillermo O´Donnell señaló que quizás el mayor logro del régimen fue que la sociedad haya llegado a patrullarse a sí misma. La “des-ciudadanización” de la vida, la reclusión al ámbito privado y la pérdida de lazos sociales fue obra de ese proceso de reorganización del orden social.
Luego, sí, la Plaza cobijó los pañuelos de las Madres y un reclamo de justicia que en los noventa renovaron los hijos y las murgas. De tanto en tanto la glorieta fue sitio de recitales solidarios. Pero ya no era lo mismo: la dictadura, primero, y las políticas neoliberales en democracia, después, produjeron una sociedad desintegrada que dejó muchos afuera, y ese afuera fue la calle y sus violencias cotidianas.
Miedo sobre miedo, la desconfianza y la sospecha quedaron entre nosotros.
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Tienen 6, 11, 17 años. Los parieron cuando el corralito, el déficit cero, los recortes a la salud, las privatizaciones de servicios y recursos estratégicos. En el país que hicimos o dejamos hacer, ellos nacieron con una condena que difícilmente puedan evitar: morirán de hambre, de frío, quizá de un balazo o torturados en una noche de comisaría.
“Estamos todo el día acá, drogándonos, robando, pidiendo monedas”, contaba Bebu a La Pulseada, el mes pasado. Y un compañero de intemperie acotaba: “Pero no lo hacemos porque queremos”.
Drogado y todo, Bebu guardaba lucidez en sus palabras: “Nosotros no somos malos. Si la gente ayuda a los chicos de la calle, nosotros los vamos a ayudar a ellos. Necesitamos que nos den una mano entre todos, un lugar para dormir y comer, para bañarnos y tener nuestra ropa. Ahí nosotros vamos a dejar de ser los chicos de la calle de la Plaza San Martín”.
La carga de la responsabilidad no importa: el país que hicimos, el que dejamos hacer, el que no pudimos impedir que hagan, les robó la infancia, la dignidad del techo y la casa con comida, la oportunidad de elegir.
¿Se puede mirar con los ojos de la ley a quienes nunca conocieron ni un derecho?
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Algunos lo hacen. Y lo hacen con la frialdad de la norma, con la letra muerta de los expedientes y el clasismo de una justicia que no es igual para todos.
La mayor parte de las veces se los nombra con un adjetivo: menor. No son niños, jóvenes, personas o ciudadanos: son menores. Además de “precoces delincuentes” y más imputaciones.
El periódico Perfil les dedicó una extensa nota el domingo 27 de julio, cuyos responsables decidieron titular: “Una banda de pequeños ladrones que ya tiene más de 170 causas”. Allí explicaba: “Son 13 menores que tienen entre 11 y 17 años. Los más grandes obligan a los chicos a robar porque saben que entran y salen de la comisaría en pocas horas. Usan pedazos de vidrio, cuchillos, sevillanas y destornilladores para amedrentar a sus víctimas. Así las despojan de teléfonos celulares, relojes, anillos, dinero y ropa que después venden. Uno que tiene 13 años fue detenido treinta veces. Y el más chico del grupo, 17. Aspiran pegamento todo el día y duermen debajo de la glorieta de la plaza San Martín, en pleno microcentro de la ciudad de La Plata”.
La nota, firmada por Leonardo Nieva, se alarma por los chicos que “aspiran pegamento a la vista de todos”. “Chicos que deberían estar en la escuela o en la plaza pero no mendigando ni robando, jugando. Ahora son siete pero faltan cinco o seis. Probablemente alguno se encuentre en la Comisaría 1ª de La Plata, esperando a que algún familiar lo rescate para devolverlo a la calle. Así viven. Entre la indiferencia de los que caminan por la plaza todos los días. O los que miran impávidos ese refugio improvisado y tan público, donde se apilan colchones, cuelga ropa y se junta mugre. Así viven. Sin límites”, continúa el diario que reivindica su “periodismo puro”.
El artículo tiene casi 1500 palabras. No hay ninguna, de parte de su autor, que refiera a las causas de esa situación. La preposición “sin”, que denota una carencia, refiere a la falta de límites. Podría haber hablado de pibes que están sin poder comer sin robar. Sin poder aguantar la vida que les tocó sin drogarse. Perfil publicó: “Sin límites”. Una forma de escribir, de ver, de pensar la sociedad.
“Son chicos que roban. Pequeños ladrones. O aprendices (…) Roban plata, celulares, zapatillas, relojes, anillos o lo que venga en la plaza, el centro o la puerta de la Gobernación bonaerense. Entre todos ostentan un triste récord: 174 causas penales en menos de siete meses”, prosigue el artículo y repasa los prontuarios.
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Las palabras no son inocentes. Llamar a la glorieta de Plaza San Martín “su única guarida” no lo es. Tergiversa y oculta Y entre aprendices de delincuentes y guaridas, lo que se pierde es la historia de despojos, el hambre de días y años, la violencia de las miradas ajenas, los palos de la policía, y la droga que aparece como único escape y se convierte en el último encierro.
Se pierde, en fin, la condición de víctima. Pues, aunque cueste reconocerlo, el pibe que nos robó una vez –o el que nos puede matar mañana a la vuelta de casa– es una víctima.
Las palabras no son inocentes. Tampoco lo fueron cuando, hace cuatro años, Juan Carlos Blumberg habló en cadena nacional de “menores que matan a nuestros hijos”, proponiendo una segmentación tajante: la juventud que delinque, cualquiera fueran sus motivos, y la de chicos sanos y estudiosos como Axel, esos que no podemos permitirnos perder. Básicamente, una división de clase y una segregación que se traduce en el color de la cara. Debemos proteger a nuestros hijos, los blancos, los de la gente decente que tiene derechos. En su segunda marcha a Plaza de Mayo, el líder entonces aclamado por decenas de miles de personas se preguntaba “por qué los organismos de derechos humanos lo toman como si fuera un drama. Hay que entender que esos chicos son los que asesinan a nuestros hijos, a los ciudadanos. Entonces hay que separarlos de la sociedad”.
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Los “pibes de la glorieta”, “los que duermen en Humanidades”, pasaron meses en pleno centro, robando para sostener la vida y drogándose para aguantarla. Tan cerca del “tradicional paseo de la ciudad”, como apuntó El Día, la situación se tornó insostenible. Y los chicos se hicieron definitivamente visibles cuando autoridades de la Facultad llamaron a la Policía y fueron desalojados del sitio donde pasaban menos frío (ver La Pulseada Nº 62).
Sin embargo, las dependencias gubernamentales siguieron sin dar una respuesta satisfactoria. Frente a eso, el lunes 21 de julio un grupo de vecinos y militantes organizaron una olla popular que dio más notoriedad al problema. “Esperamos llamar la atención de los funcionarios, de los que tienen presupuesto y deberían ocuparse. Vamos a hacer otra olla mañana y pasado mañana, y todos los días que sea necesario hasta que alguien reaccione”, declaró uno a El Día.
Y alguien reaccionó.
El viernes siguiente, casi a la medianoche, cuando los autoconvocados se retiraban, más de 20 personas de civil con pistolas, fierros, cadenas y navajas, llegaron a la plaza para golpear y amenazar a los 17 pibes. Sobre la calle 50 había cuatro agentes de policía, los que vigilaban la olla popular desde el primer día: en vez de impedir la situación, retuvieron en la plaza a los chicos que querían escapar.
–Así van a aprender –decían los agresores. Uno manejaba un handy, según relataron testigos.
–Hay que tirarlos a todos en un pozo.
Los pibes que pasaban sus noches en Plaza San Martín –y ahora están en otra intemperie, con la misma hambre y el mismo frío– tienen entre 6 y 17 años. Cinco quedaron heridos. Ellos y otros cinco fueron refugiados en una casa por los autoconvocados, que durante varios días lograron sostener la regla de que no se drogaran, aún cuando el estado de adicción es dramático en muchos casos. A los otros siete directamente se les perdió el rastro. Sus nombres no fueron titulares ni sus rostros estuvieron en las tapas de los diarios. No tuvieron la suerte de Madeleine…
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La citada nota de Perfil apareció un domingo, dos días después del episodio denunciado por los vecinos autoconvocados y las organizaciones sociales, a quienes el asunto les remitió al accionar de escuadrones de la muerte. El matutino de los fines de semana no incluía ninguna referencia al respecto. Por el contrario, planteaba que los menores “siguen allí, aspirando y robando. Y allí seguirán hasta que ocurra una tragedia o hasta que alguien haga algo. Pero en serio”.
La versión digital incluye una gran publicidad justo después de esa frase, como si la nota concluyera ahí. Recién después sugiere que “si bien para muchos representan un peligro latente para la sociedad, la realidad muestra también que ellos se encuentran en una situación de riesgo extremo” y recoge las impresiones de dos entrevistados: el jefe de la Comisaría 1ª y una asesora tutelar del Estado porteño.
El sitio web de Infobae reprodujo parte del texto de Perfil el mismo domingo. Tituló: “Una banda de ‘pibes chorros’ acumula un récord de causas”.
El lunes, por su parte, El Día publicó un artículo titulado “Crece el temor por banda de menores en Plaza San Martín”, que iniciaba recordando que la preocupación por una “ola de robos” ya había sido comentada por el diario el 18 de abril: “La denominada, por ese entonces, ´banda de la frazada´, integrada por varios menores de edad, es un problema que aún hoy, a varios meses de aquella publicación, no ha encontrado ninguna solución; todo lo contrario, continúa generando temor en las personas que diariamente deben recorrer ese tradicional paseo público de nuestra ciudad”. La nota habla de “un grupo de unos 13 adolescentes, de entre 11 y 17 años, quienes, por lo general, venden lo que roban para poder comer y hasta drogarse, de acuerdo a lo informado por fuentes del caso”. Describe la metodología de sus delitos, según “indicaron los voceros consultados”. Menciona que los jóvenes duermen en la glorieta y tienen “entradas a la comisaría primera”, y destaca: “se muestran desafiantes frente a la autoridad y con conocimiento de que, por su edad, si los detienen, al rato estarán otra vez en la calle para seguir con sus andanzas delictivas”. Luego afirma –sin verbos en potencial– que “otro de los integrantes de esta banda tiene un hermano” que fue protagonista de una violación, “dato que demuestra su extrema peligrosidad” (¿del presunto violador o de su hermano? ¿o de ambos, por transmisión genética?).
Inmediatamente después, el matutino consigna: “Según trascendió, en las últimas horas habrían sido blanco de una golpiza de parte de personas que aún no pudieron ser identificadas”. Ahora sí, se refiere a personas, una expresión que antes sólo había aparecido al comienzo de la nota, al mencionar el temor de aquellas “que diariamente deben recorrer ese tradicional paseo público”, y nunca al nombrar a los precoces delincuentes. Tras comentar el trascendido, El Día prosigue sin más: “Entre los delitos que se les imputan están los de ´robo calificado, hubo (sic), resistencia a la autoridad y lesiones´” (¿se les imputan a esas personas no identificadas o a los pibes que duermen en la plaza?).
Así, mientras cada acusación sobre los menores es tajante, la mención al ataque recurre al verbo en potencial y habla de una “golpiza”. Las palabras no son inocentes…
La denuncia completa circuló por correo electrónico y fue publicada en algunas webs militantes. Los medios tradicionales oscilaron entre el horror por los pibes chorros que andan sueltos y el silencio más absoluto. Es decir: entre un discurso que solapadamente pide escuadrones de la muerte y una indiferencia que, al fin y al cabo, los avala.
Recién el martes, en Página/12, se plasmó un relato de lo ocurrido el viernes. Pero de lo que programas de radio y televisión se hicieron eco fue del triste récord de los pequeños delincuentes. Nadie habló de víctimas, aunque lo eran más que nunca.
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Las páginas de La Pulseada lo han advertido muchas veces pero no está mal reiterarlo ahora que, dicen, habrá una nueva legislación. Hoy la prensa, la radio y la tele están en pocas manos. En los hechos la comunicación está considerada como un negocio y no como el servicio público que debiera ser. Los grandes medios, y los pequeños que los imitan, pertenecen o están al servicio de las corporaciones económicas: nunca serán abanderados de la lucha por la igualdad, aunque de tanto en tanto publiquen sus palabras para lavarse la cara mientras siguen reclamando beneficios y subsidios. Podrán decir que el hambre es un crimen pero olvidarán decir que ellos son parte de la banda de perpetradores.
En ese marco, reclamar a los medios –a esos medios– una mirada lúcida sobre una sociedad desigual y un trato digno hacia quienes literalmente quedaron afuera, suena como aquello de pedirle peras al olmo. Entonces, apuntar la bronca por la indiferencia de unos y la ignominia de otros no tiene más sentido que el de un cuestionamiento ético. No busca, digamos, “hacer entrar en razón” a sus escribas. Ellos tienen sus razones.
Las grandes plumas y voces de los medios se han hecho carne de un modelo de sociedad. Otros tantos, laburantes de la prensa, viven apremiados por condiciones laborales paupérrimas y cargan con una opción nefasta: el silencio o la calle. También hay quienes están convencidos de que su palabra es libre. Noam Chomsky reflexionaba sobre ellos: “Dicen, con mucha razón, ´Nadie me dice qué tengo que escribir. Escribo lo que quiero. Todo ese rollo sobre las presiones y limitaciones es una tontería, yo no tengo ninguna presión´. Lo cual es completamente cierto, pero el tema es que no estarían ahí si no hubieran demostrado previamente que nadie tiene que decirles qué escribir porque ya dirán lo correcto ellos mismos”.
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Muchas demandas sociales y políticas se han corrido a la página del informe de tránsito, y la marginación se ha tornado un asunto policial, donde lo que importa es la seguridad de los bienes y no el alimento de las personas.
Hay opciones. La agenda de un medio es una decisión política. El propio ejercicio del periodismo –y cualquier rol en la sociedad– es político y tiene una dimensión ética. El año pasado, en el quinto aniversario de esta revista, Lalo Painceira dio en el clavo al cuestionar la idea de “dar voz a los que no tienen voz”, a los oprimidos, a los marginales. Decía: “Tienen voz. Sucede que no los dejan hablar, que no se difunde lo que dicen ni se amplifican sus reclamos. Y se confunde esa censura con silencio”.
El caso de los pibes de la glorieta es un buen ejemplo de esa opción ética y política. La Pulseada fue prácticamente el único medio que habló con ellos, que los dejó hablar. El periodista de Perfil también los visitó, pero terminó escribiendo que estaban descontrolados y se quejaban “sin argumentos” del maltrato de la Policía. Al resto le bastó con las fuentes policiales y los prejuicios propios.
Cuestionar el tratamiento de ciertos medios sabiendo a quiénes pertenecen y cómo se trabaja en ellos parece un grito lanzado al vacío, pero no: todos ellos tienen lectores, oyentes, televidentes. No es descabellado pensar que, además de ser funcionales a sus propietarios y sus anunciantes, sus palabras e imágenes tienen algo que parte de la sociedad quiere.
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El mes pasado Sandra Russo escribió en Página/12 acerca de la “redistribución de la riqueza” como un falso consenso: nadie, ni el más rico terrateniente, declara estar en contra de la equidad. No es políticamente correcto. Y para qué decirlo si, mientras se lo calla, la cosa sigue más o menos igual.
Tampoco ha habido manifestaciones públicas a favor de fusilar a los pibes chorros. Ahora bien: si un vecino armado le pega un balazo en la nuca a uno, ¿qué pasa? Concretamente, así sucedió con el adolescente que la policía y los medios apodaban “el hombre araña”, al que se adjudicaron varios robos y violaciones hasta que su vida terminó con tres balas disparadas por un policía que estaba de civil. No hubo expresiones de alarma, ni siquiera en los ámbitos más progresistas. Y no se trataba de avalar el delito de violación sino de rechazar lo que pareció una ejecución sumaria.
Falsos consensos. Nadie dirá, tampoco, que formar escuadrones de la muerte es la solución para la seguridad de las calles. Pero ¿y si aparecen?
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Hace unos años, en la televisión de aire, el perio-lobbysta Eduardo Feinmann comentó una noticia que daba cuenta de la muerte de un presunto delincuente:
–Dios me perdone, pero uno menos; ése no viola, no mata nunca más.
La expresión es extrema; revela a dónde puede llegar la negación del otro. Además es poco sutil: por eso muchos y con buen criterio la consideraron una barbaridad. Sin embargo, varias de las mismas personas que repudiaron esos dichos, al ocurrir el asesinato de Carlos Fuentealba en Neuquén circularon y recircularon un texto de Mex Urtizberea que decía: “No se mata a un maestro”.
Fue un discurso muy bien acogido. Era mucho más sutil. Estamos todos de acuerdo en que no se mata a un maestro. Ahora, ¿a quiénes sí podemos matar? Debiera gritarse, con el mismo convencimiento, que tampoco se fusila a un desocupado, a un obrero, ni a un delincuente peligroso.
Sería simplificar los tantos decir que los medios son el espejo de lo que somos; pero no está mal admitir que son una caja de resonancia de discursos que circulan entre nosotros.
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La mirada indiferente y la que estigmatiza también están entre nosotros, como si hubiéramos ido perdiendo la capacidad de conmovernos.
Y más. Una parte de la sociedad no sólo ha ido perdiendo la sensibilidad ante la injusticia, sino que ha trocado esa posible empatía por el rechazo al otro. Se sospecha del desconocido, se denuncia por portación de rostro, se reclaman garitas de vigilancia. Cada vez más personas habitan la frágil burbuja de los barrios cerrados, y muchas más colman sus casas de camaritas y servicios de seguridad privada.
Hay rejas por todos lados. Rejas y más rejas: en las casas pero también en los juzgados, en los ministerios, en los colegios que pretenden ser de élite. No faltarán los que quieran seguir el ejemplo porteño: en la Capital, aproximadamente la tercera parte de las plazas están enrejadas (El ex intendente Alak pretendía cercar todo el Paseo del Bosque, y llegó a licitar la obra). Son espacios verdes que tienen portones de acceso y cierran de noche. Los sin techo, que se las arreglen.
El cercamiento de Plaza Irlanda, en Palermo, se decidió con una encuesta en la que participaron casi 2000 vecinos. El 59% votó a favor de las rejas.
¿Hasta dónde llegaremos? En Guatemala, en este mismo momento y con la excusa de una ley “anti-maras”, el Estado está enfrentando con el exterminio a las pandillas de delincuentes juveniles.
El miedo y el rechazo al desconocido, al diferente, al sospechoso, son caldo de cultivo para los escuadrones de la muerte. Siempre hay, tras la formación de grupos represivos estatales y paraestatales, alguna voluntad social que los hace factibles. La denuncia de errores y excesos de la Policía a veces es ilusoria y esconde el hecho de que, en verdad, los supuestos díscolos están cumpliendo el rol que buena parte de la sociedad les reclama.
La pregunta de cuánto de eso hubo en lo ocurrido la noche del 25 de julio en Plaza San Martín nos interpela y nos inquieta.
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Hoy más que nunca la sociedad se debate entre la inclusión y la exclusión, y es una batalla de ideas y sensibilidades que se dirime día a día, en los medios y fuera de los medios.
Ya ni siquiera se trata de la militarización de la política, que suponía la posibilidad de eliminar a un enemigo de ideologías o intereses. El asunto pasa por esa población sobrante, desclasada: los que quedaron afuera.
La respuesta exclusiva es la que proponen las cámaras de seguridad y las rejas, el encierro de los unos y los otros que nunca es efectivo: a la larga, la opción por la exclusión lleva a la eliminación, a la masacre.
Ahí es donde nace la espantosa sensación que motiva estas páginas: la intuición de que buena parte de la sociedad, aunque no lo expresa en voz alta, quiere gatillo fácil y golpizas de madrugada. Plantearlo así es provocativo y quizá, otra vez, simplifica los tantos. Pero vale ese sacudón a los sentidos si ayuda a que recuperemos la capacidad de conmovernos.
Las páginas de esta revista han sido claras desde siempre, pero la realidad más cruda hoy nos reclama definiciones colectivas. Y cuando está en juego la vida no hay medias tintas. O aceptamos el perfil de una sociedad que quiere escuadrones de la muerte o decididamente damos la pulseada por un país donde quepamos todos.