Lejos del tono sobrio de los jueces que no se bajan del estrado, Carlos Rozanski, el presidente del Tribunal que juzgó a Etchecolatz, imagina la Justicia desde una óptica más real. “En la Facultad no se prepara a los abogados para el absurdo sino para un devenir normal de la aplicación normal de la ley. Pero en la Justicia uno se enfrenta al absurdo casi todos los días”, dice este hombre que pasó por la televisión y no soñaba con ser juez, pero terminó siendo el primer camarista designado por concurso.
Publicado originalmente en marzo de 2007
El despacho del presidente del Tribunal que condenó a Miguel Osvaldo Etchecolatz por “delitos de lesa humanidad cometidos en el marco de un genocidio”, es modesto y bastante corriente. El título de abogado en la pared, la bandera, la computadora y una planta en la esquina, debajo de un aire acondicionado que tiene sus años pero que todavía enfría. Sobre el escritorio hay algunos adornos –un reloj de arena y una maquinita de escribir a la que alguien agregó una cartulina con el fragmento de un fallo–, una pila de expedientes, saquitos de té frutal y el termo con el que él mismo ceba mate a algunos visitantes. La investidura de sus títulos no le quitó a Carlos Rozanski esa personalidad amena que lleva a tutearlo.
–Por un aviso en el diario.
Tiempo atrás, entrevistado por La Pulseada (Nº 44), el supremo Eugenio Zaffaroni hablaba del riesgo “de que la función te trague y uno pierda personalidad, creyéndose que es la función”. Rozanski es de aquellos que no se convirtieron en su cargo. De ahí su tono sincero y el humor. No es un juez: es una persona que trabaja de juez, como antes hizo otras cosas. Entre ellas, por ejemplo, participar como guionista invitado en Compromiso, un ciclo dramático innovador que emitió Canal 13 en el ocaso de la dictadura, coordinado por Ricardo Halac y Cernadas La Madrid. Ya estaba recibido de abogado y no fue su única incursión en la tele: poco después fue productor de Telemóvil. “Como noteras de ese programa debutaron María Laura Santillán y Lía Salgado”, recuerda. El mismo magazine periodístico incorporaría luego al actual jefe de Gobierno porteño Jorge Telerman, cuando éste ganó un concurso en el programa de Juan Carlos Badía con un informe hecho con soldaditos de plomo.
En ese mundo lo encontró a Rozanski el proceso a las Juntas Militares, su primer contacto directo con el juzgamiento de los genocidas: “Cubría el juicio y todos los días, cuando terminaba la audiencia, iba al Canal 13, que era del Estado, y narraba en vivo lo que había pasado”.
Lejos de la carrera judicial “que comienza cosiendo expedientes para ser juez 20 años después”, Rozanski ejercía la abogacía en todos los fueros y siguió haciéndolo cuando se instaló en Bariloche, en 1988. “En ese contacto con la Justicia notaba la dificultad que hay para que el que está del otro lado del mostrador lea o escuche lo que uno está diciendo. Y eso es fuerte… La mayoría de los abogados se van desalentando al no encontrar la respuesta mínima a la lógica que aprendieron”. Y en casos así era inevitable pensar: “Si yo fuera juez…”.
Un día, leyendo el diario Río Negro, Rozanski encontró el edicto de un concurso para ingresar como juez de la Cámara del Crimen: “Significaba prácticamente el cargo más alto sin hacer toda la carrera judicial. Ahí ya lo pensé en serio y decidí presentarme”, cuenta. Ganó y mantuvo el cargo casi 10 años, hasta que vino a La Plata, donde se convirtió en el primer camarista federal nombrado por el sistema de concursos.
–Una vez que tuviste esa oportunidad, ¿qué caso que juzgaste te movilizó más en esa búsqueda de impartir justicia?
–Dos casos, ambos del mismo tema sobre el que trabajé muchos años: el abuso infantil. Uno tenía que ver con una criatura que había sido abusada desde los 9 años por su padre. Tenía 17, hicimos el juicio, condenamos al padre por corrupción y en la última parte de la sentencia advertí que ella estaba en riesgo por la vulnerabilidad que significaba haber sido abusada tantos años. Pedí que se dé con urgencia una vista a la asesora de menores y se hizo en el día. Era fin de año, yo me fui de feria. Cuando volví 20 días después leí en los diarios que estaría esclarecido el homicidio de fulana de tal, que era esta nena: le habían pegado un tiro en la cabeza. La asesora de menores no había hecho absolutamente nada, el sistema tampoco y la mataron. Poco tiempo después, en otro juicio por abuso, un colega del Tribunal comenzó a hacer preguntas a la víctima, que era retrasada mental, sobre cómo habían sido los episodios. A la chica le habían metido un palo en la vagina y la habían violado. Le empezó a preguntar si no le gustaba el muchacho, si no quería tocarlo, etcétera, y ahí me di cuenta de que era una monstruosidad que se permitiera a los jueces interrogar a los chicos víctimas de abuso. ¿Cómo podía suceder una escena tan absurda, que una criatura retrasada mental estuviera siendo torturada psicológicamente por un juez perverso y por el propio Estado? La conclusión fue que lo que no servía es que la criatura estuviera ahí sentada. A una persona que vivió semejante trauma no puede sentársela frente a personas desconocidas y pretender que cuente normalmente lo que le pasó. A raíz de eso elaboré un proyecto de ley que fue aprobado por unanimidad y modificó el Código Procesal Penal de la Nación en cuanto a la declaración de los niños. Desde esa ley, que tiene cuatro o cinco años, en Capital Federal y en el Fuero Federal, ningún chico va a ningún juicio ni es interrogado en ninguna instancia. Solamente es entrevistado en cámara Gesell con un vidrio espejado, por un especialista, y nadie más puede entrevistarlo. Ya hay tres o cuatro provincias que han ido modificando sus códigos procesales en este sentido.
Del abuso al genocidio
Transcurrió mucho tiempo hasta que Rozanski volvió a vincularse con el juzgamiento de los crímenes del terrorismo de Estado. Durante la entrevista, el juez se para y revisa los certificados expuestos en la pared de su despacho. Son 29 y bien variados. Hay uno, por ejemplo, que expresa el agradecimiento de una comunidad mapuche de El Bolsón. Rozanski lee otro, que está cerca de la ventana que mira a la calle 8 desde el quinto piso, y ratifica la fecha en que se convirtió en camarista: 2001.
En 2004 le tocó juzgar la supresión de la identidad de una beba, que terminó en la condena del médico policial Jorge Bergés y del propio Etchecolatz, a quien tenía en el banquillo por primera vez, pero no por última.
–¿Qué desafíos plantea juzgar crímenes de la dictadura? ¿Y cuáles son los pro y los contras de juzgarlos 30 años después?
–La distancia en tiempo es determinante. Pero más que pro y contras, se trata de una necesidad… Un Estado que vivió episodios como los de Argentina en los ´70, no puede avanzar si no es a partir del análisis serio de lo que sucedió. Parte de ese análisis es el juzgamiento de los delitos que se cometieron. Sin eso, hay un pasado incompleto, hay un presente incompleto y por supuesto va a haber un futuro incompleto. Entonces la sociedad se va a seguir reflejando como espejos rotos. Es decir, como partes de realidades que no se suman o que, si se suman, no completan el espejo. Es una deuda que había hace 30 años, que por distintas alternativas políticas no se saldó. Los contras tienen que ver precisamente con lo que significa hacer juicios 30 años después: reconstruir episodios con muchísima gente que no está, que se te murió, que no está en condiciones de declarar o que está en condiciones pero que al revivir estas cosas revive el trauma también.
–En estos casos, ¿te resulta posible delimitar qué cosas le corresponden a uno como juez, qué cosas le corresponderían a los historiadores, y que nos corresponden a todos como ciudadanos?
–En algunos momentos se cruzan todos esos. Hay un mito que dice que el juez habla sólo por su sentencia y eso no se corresponde con la realidad. Los jueces tienen que hablar todo lo que quieran. Lo adecuado: no quiero decir que hablen estupideces todo el día en cualquier medio, simplemente no limitarlos a una sentencia. Los juicios son situaciones muy complejas: no los de lesa humanidad sino todos los juicios, donde lo que se están analizando son dramas humanos. No se puede analizar esos dramas desde una pretendida situación hermética. Esa asepsia no es real. El juez está contaminado con todo lo que pasa alrededor. Debe tener la preparación adecuada para que todo eso, si bien lo incorpora porque es permeable, no lo influya negativamente en las decisiones que va a tomar. Lo que la ley no quiere es que el juez, por esos prejuicios, actúe de una manera inadecuada. Punto. El juez no es ni mejor ni peor que otras personas, ni siquiera más importante. Es trascendente como cualquier función del Estado porque su decisión va a incidir en la vida y en el patrimonio de la sociedad. Pero eso es muy lejano a transformarlo en alguien que está por encima; tan por encima, que en la sala de audiencias hay estrados. Debería analizarse si esos símbolos son realmente necesarios, si aporta algo estar un poco más arriba. Con otras palabras, qué significa eso para la mente del que se sienta más arriba.
–O el hecho de entrar a leer la sentencia y que todos se paren.
–Son todas cosas que se consideraron respetuosas hacia una institución, que pueden haber estado justificadas, y el desafío es volver a pensarlas. El sólo hecho de pensarlas es un ejercicio útil, porque hay cosas que, como quedan sacralizadas, no se cuestionan.
–Como la cruz en la sala de audiencias
–Ese es un tema muy delicado…
–Sobre todo para los juicios que vienen.
–Claro… Yo no quiero que me recusen. Pero cuando me refiero a símbolos incluyo a todos. La Justicia es laica…
El gran criminal
“No puede negarse ese dejo de cosa desagradable porque el Estado argentino no supo cumplir con su deber cuando tenía que hacerlo”, dice Rozanski, que el año pasado tuvo la responsabilidad histórica de presidir el largo proceso en el que Etchecolatz resultó condenado por homicidios y privación ilegítima de la libertad y aplicación de tormentos –entre ellos, a Jorge Julio López–. Para entonces tenía en su haber unos 3.000 juicios orales, aunque ninguno semejante. Este juicio cosechó una atención pública casi constante. Y el trabajo estuvo cruzado por amenazas: “Crecieron y se ampliaron, pero eran selectivas”, remarca el magistrado: “No se amenazó a todos los fiscales y jueces del país, sino exclusivamente a quienes tienen intervención en estos casos”. Todo terminó con el trago amargo que implica la desaparición de uno de los querellantes, cuyo testimonio bastó para probar dos asesinatos. Así es que “hoy tenemos este escenario preocupante: con López desaparecido, no perdido, y con las amenazas sin esclarecer”.
Por otra parte, la importancia del proceso también radicó en sentar en el banquillo a un “criminal de tal envergadura” que “no puede pasar un sólo día de lo que le reste de su vida, fuera de la cárcel”, como señaló el fallo firmado por Rozanski.
–En el radiopasillo de la Justicia, algunos colegas tuyos te critican diciendo que perdiste imparcialidad, porque no es lenguaje de sentencia.
–Convengamos que no es obligatorio que una sentencia conforme a todo el mundo. Empezando por la persona que es condenada… En la sentencia hay que poner lo que uno reflexiona a partir de lo que da por probado. La alusión a la necesidad de que continúe preso, a mi entender, es obligatoria y tiene que ver estrictamente con las convenciones sobre derechos humanos. Si uno es respetuoso de lo que dicen, la conclusión es que no puede ser igual un delito de lesa humanidad en el marco de un genocidio que un delito cometido aisladamente en otro hecho criminal. Si eso es así, la envergadura de lo sucedido tiene que tener incidencia en el tipo de pena… El sistema prevé sanciones, que tienen que ser graduadas en función de la gravedad de los hechos… Uno de los sentidos del castigo tiene que ver no sólo con la peligrosidad de la persona, que acá ha sido evidenciada, está puesto en la sentencia y a mi entender está fuera de duda, sino también con el contexto en que esa pena es aplicada. Si sucedió lo que sucedió y fue probado, es el respeto elemental por quienes resultaron víctimas de estos delitos y, fundamentalmente, por los que en el futuro pueden resultar víctimas… Porque la relación que hay entre la impunidad y la generación de nuevos hechos delictivos, de cualquier índole, es directa… Si los delitos que cometió este señor son de tal envergadura que afectan a la humanidad en su conjunto y por eso es indiscutible que son delitos de lesa humanidad, además de haber sido cometidos en el marco de un genocidio, entonces cualquier prebenda que se le dé en materia de libertad está en contradicción con la gravedad de los delitos que cometió… Hay un caso muy significativo de la Segunda Guerra: Rudolph Hess tenía 94 años, estaba muriéndose en estado terminal y era el único preso en la cárcel de Spandau, que se mantenía porque él estaba ahí. La familia pidió por favor que se lo dejara morir en su casa porque estaba muy mal y ya no había esperanza de ningún tipo. Y se le dijo que no: por el tipo de delito. O sea, la ofensa a la humanidad es de tal gravedad que no admite la posibilidad de la libertad… Esa fue mi opinión y la opinión unánime del tribunal. Por ahora, esa es la opinión que vale.
–¿Te sentiste amenazado cuando Etchecolatz le dijo al tribunal que no lo condenaban a él, sino que se condenaban ustedes?
–Con la experiencia de tantos juicios anteriores, uno sabe que las cosas que dice la persona que está siendo juzgada se deben comprender como dichas producto del contexto que está viviendo. Está siendo juzgado en un juicio muy serio, con cargos muy serios y con pedidos de pena muy serios. En ese contexto, es posible que la persona diga determinadas cosas. Analizadas en ese contexto no llegan a inquietar. No son agradables, pero no inquietan. Cuando se producen las amenazas telefónicas, luego las amenazas escritas y, en el medio de todo eso, la desaparición de un testigo esencial, las palabras cobran otro significado. No significa que haya una relación entre las amenazas escritas y telefónicas y la desaparición de López y los dichos del imputado, pero creo que lo que dice el imputado cobra otro sentido. Si esto hubiera sido hecho 25 años antes, tendría otras características… No se hizo y es imprescindible hacerlo. Habla bien del Estado hacer los juicios 30 años después y habla mal del Estado no haberlos hecho antes.
Víctimas y revíctimas
¿Qué seguridad puede sentir una persona que fue secuestrada y torturada por policías cuando la custodia un policía? La pregunta marca la labor diaria en las causas por violaciones a los derechos humanos ocurridas durante la dictadura.
En La Plata, el juez federal Arnaldo Corazza adoptó dos programas de protección y contención sobre los que informa a todos los testigos que declaran en su juzgado. Lo hizo mediante una resolución en la que indicó que “los efectos del delito pueden adquirir una nueva connotación en la víctima en el momento de enfrentarse con la propia administración de justicia y revivir el hecho humillante y desagradable que supuso el delito sufrido. Esto es lo que se conoce como proceso de ‘revictimización’”.
Corazza adoptó el Programa de Asistencia a Víctimas de la Represión, la Tortura y la Desaparición Forzada auspiciado por las Naciones Unidas, que en Argentina es implementado por la ONG Codesedh, y el de Atención y Protección de Testigos, del Centro de Protección de los Derechos de la Víctima del Ministerio de Justicia bonaerense. Alrededor de diez testigos están siendo asistidos actualmente. Como la protección “debe ser integral”, ambos programas contemplan un monitoreo mediante reuniones periódicas con asistentes sociales, psicólogos y abogados y, cuando la víctima lo solicita, la colocación de un dispositivo electrónico de seguimiento o, incluso, una custodia policial. En varios casos, las víctimas rechazaron la custodia y sólo aceptaron la contención.
Los dos programas son un paliativo pero no han aportado una solución definitiva. La “revictimización” ocurre constantemente en testigos que, como vivieron decenas de hechos atroces en diferentes jurisdicciones, tienen que declarar en distintos juzgados y expedientes. Jorge Julio López lo hizo cuatro veces. Adriana Calvo está cerca de los veinte comparendos en dos décadas. Esto ocurre no sólo por la gran dispersión de causas, sino porque uno de los preceptos fundamentales de los juicios orales es reproducir la prueba recabada en la etapa de instrucción.
Rozanski piensa una solución: “Si esto es considerado genocidio, al ser distinto a los delitos tradicionales también entonces uno está habilitado a pensar en soluciones distintas para el tratamiento de los testigos. Se debería aceptar que las situaciones traumáticas que vivieron estos testigos hacen que, si ya efectuaron un testimonio judicial, pueda perfectamente incluirse como prueba sin necesidad de volver a tomárselo”. El juez propone la realización de pericias antes de cada declaración para pronosticar un eventual daño psicológico durante el interrogatorio: “Si se prueba que le haría daño declarar, yo no necesito más: introduzco la declaración anterior”.