En el camino de San Martín

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Un periodista cuenta en primera persona cómo se subió a un caballo para una travesía de seis días por el paso de Los Patos, en San Juan. Los guías “gritan viva la patria” en los lugares históricos por los que pasó el Libertador, pero él sufre por el frío aunque sea pleno verano. Relato de un viaje por los confines de la Cordillera

Texto y fotos
Emiliano Albertini

1. Las carpas ya están casi instaladas, los dos guías arman el fuego y los baqueanos se ocupan, lejos, de desensillar y soltar los caballos y las mulas. Los expedicionarios organizan sus pertenencias, sacan fotos, buscan agua en el río cercano o un refugio que funcione como baño. Son poco más de las siete de la tarde y el cielo de este enero sanjuanino es limpio, claro, brillante, intenso. Hacia donde alcanza la vista se ven las laderas grises y marrones y los picos blancos de los Andes. Es el segundo día de la cabalgata que recorre 120 kilómetros de la ruta que San Martín y su ejército libertador realizaron en 1817 y por el momento, para todos menos para mí, el entusiasmo de la travesía y la maravilla del paisaje le ganan cómodamente al cansancio y las incomodidades.

Me sumo a un grupo de cuatro o cinco viajeros que conversan de pie. Todavía no nos conocemos mucho, pero es evidente que flota en el aire una incipiente camaradería. Hablamos, como haremos todos días, del clima, de cómo se portaron los caballos, de las emociones que despiertan la majestuosidad de la cordillera, del valor y la magnitud de la gesta sanmartiniana. Uno pregunta por qué razones decidimos venir. Las respuestas son parecidas y en parte previsibles: hacer un viaje diferente a los más habituales, un viaje que representa un desafío personal, conocer este lugar emblemático de la historia y la geografía nacional, transitar el mismo camino que recorrió el Ejército de los Andes.

Cuando llega mi turno para contestar me quedo callado. Desde varias horas antes de subirme al avión que me llevaría hasta la ciudad de San Juan vengo dándole vueltas al asunto. Porque, a pesar de contratar la excursión hace meses, en la semana previa estuve a punto de renunciar. Recordé el tiempo, los preparativos y el dinero invertidos y me dije que la sola idea de especular con no viajar era una completa estupidez. Así que subí al avión y ahí estaba. Pero ahora, cuando Víctor, un tucumano que ronda los 40, grandote y amable, profesor de Historia que vive en Almirante Brown, me dice: “Y vos, Emiliano, ¿por qué estás acá?”, me quedo en silencio un momento, pienso en el frío y el cansancio que tengo, en la incomodidad, en la mugre, en que hace tres noches que no duermo bien, en que estoy conviviendo con absolutos desconocidos, y después le digo la verdad:

No tengo la más puta idea. No sé qué se me perdió acá ni qué vine a buscar. Me lo pregunto desde que empezamos la cabalgata. Con suerte, en algún momento tendré una respuesta.
Seguro que sí –dice Víctor–. Quizás se te aparezca cuando ya hayamos terminado el viaje. O más adelante, cuando estés de vuelta en tu casa.

2. La mayoría de los viajeros nos encontramos en la ciudad de San Juan y de ahí la empresa organizadora nos trasladó en camioneta hasta Barreal, en el valle de Calingasta, a unos 140 kilómetros al suroeste de la capital. En ese pueblo de poco más de tres mil habitantes, lleno de álamos y sauces llorones, y rodeado del paisaje montañoso de la precordillera, conocimos al resto de los viajeros, recibimos de los guías las instrucciones generales para la travesía y pasamos la noche.

Uno pregunta porqué vinimos. Cuando llega mi turno me quedo callado. A pesar de contratar la excursión hace meses, en la semana previa estuve a punto de renunciar”

El contingente se compone de ocho hombres y cinco mujeres, además de los dos guías sanjuaninos. De La Plata somos tres, un matrimonio que ronda los cincuenta años –y aunque jamás los había visto, resulta que viven a cinco cuadras de mi casa– y yo. Hay gente de Santa Fe, de Misiones, de Corrientes, de Rosario, de Entre Ríos, de Avellaneda, Almirante Brown y Lanús. La más joven es una fotógrafa de Buenos Aires, de veintipico, que viene con su madre abogada. El más viejo, un veterinario misionero que se convertirá rápidamente en el humorista de la cuadrilla.

Al día siguiente, desayunamos y emprendemos en dos camionetas el traslado a la Estancia Los Manantiales, a unos 80 kilómetros de Barreal. Presumimos que el viaje será corto, pero nos equivocamos. El camino, ya entre montañas, es angosto, escarpado, repleto de curvas y más curvas, subidas y bajadas, y en un tramo difícil una camioneta queda atrancada, con una rueda trasera colgando en el vacío. Superado el trance, varias horas después, llegamos a Manantiales, el lugar donde se reunieron los hombres de San Martín después de siete días de marcha desde el campamento de El Plumerillo, en Mendoza.

Cuando arribamos, están los baqueanos esperándonos. Son cinco, todos muy jóvenes menos el jefe, que se llama Quique. Quique es flaco, de rostro arrugado y voz rasposa. Usa un sombrero negro con una cinta roja en la que se repite varias veces, impreso en negro, el rostro del Che Guevara. Durante los seis días estará siempre encabezando la columna, marcando el ritmo de la cabalgata y recorriendo la fila para revisar y ajustar las monturas.

En Manantiales preparamos nuestras cosas en alforjas y se reparten los caballos. Me toca uno de un color marrón más bien claro, con una mancha blanca en el hocico. “Es una yegua –me aclara Quique–. A ésta le decimos la alazana”. Foto grupal y comienza la marcha lenta, con los caballos uno detrás de otro, subiendo por senderos estrechos cubiertos de piedras.

3. La organización de las actividades es similar para cada jornada. A las 7 de la mañana hay que levantarse, desarmar las carpas y guardar las bolsas con la ropa, que se meten en grandes tubos azules de plástico y en cajas que se cargan en las mulas. Mientras, los guías arman el fuego y calientan agua. Para desayunar tenemos mate, café, té y una especie de pan casero con dulce de leche.

Hay tiempo para charlar, fumar y cargar agua, una de las tareas más trascendentes, pues tomar agua a cada rato, durante todo el día, es la mejor manera de combatir el apunamiento. Y para encontrar agua hay que caminar hasta el río o arroyo más cercano, a veces a 100 o 200 metros del campamento, y llenar las cantimploras o las botellas directamente ahí. Es agua limpia y clara, que baja veloz de la montaña, generando un rumor fuerte y sostenido al chocar con las piedras del lecho.

Claro, cuando se toma mucha agua hay también muchas más ganas de orinar, lo cual no es un problema serio para los hombres, pero sí para las mujeres: a veces alguna piedra grande sirve como bastidor, pero cuando no la hay la única manera que encuentran es ir todas juntas. Mientras cuatro forman barrera, la otra, detrás, hace lo suyo. Para lo “otro”, en cambio, la dificultad no hace diferencia de género. Y en este caso no se puede decir “andá a hacerlo entre los yuyos”, porque en los Andes no hay yuyos ni pasto. Sólo algunos matorrales o arbustos secos, dispersos aquí y allá. Pocas cosas hay más difíciles e incómodas, puedo asegurarlo ahora, que cagar entre las piedras.

La cabalgata la dirige Quique, como quien conoce de memoria el camino, marcando con las patas un compás repetitivo, siempre igual. Cada tanto, y como por capricho, algún caballo arranca un trote y quizás hasta un galope, pero nunca lo hace por más de cuarenta o cincuenta metros. A veces, la columna marcha compacta, apretada y bien formada. A veces, si el terreno lo permite y algunos caballos resuelven ir más despacio, puede estirarse en una línea de doscientos o trescientos metros. Los animales, acostumbrados al trajín y al esfuerzo, se comportan con una lógica implacable: cuando el caballo que está delante se detiene, el de atrás hace lo mismo. Cuando el de adelante empieza a caminar, el de atrás lo sigue. Mi yegua, la alazana, además, va mostrando poco a poco otra costumbre: de manera cada vez más frecuente, lanza sin aviso patadas al animal que está atrás, que se encabrita poniendo por unos instantes al jinete en peligro. Pero lo más llamativo es la seguridad con la que los caballos marchan, subiendo y bajando por sendas angostísimas y resbaladizas al borde de precipicios que me asustan y me dan vértigo, pero a los que, poco a poco, me voy a acostumbrando.

Tras un almuerzo, por la tarde se cabalga otras tres o cuatro horas, hasta llegar al lugar que los guías han previsto para acampar, en general al pie de alguna ladera cortada, que ofrezca refugio del viento. Cuando llegamos, casi siempre ya están esperándonos los otros baqueanos junto a la tropilla de las mulas, que han venido por otro camino o por el mismo, pero más rápido. Los viajeros nos dedicamos a armar las carpas, juntar agua, charlar, fumar, organizar nuestras pertenencias, asearnos un poco en el arroyo cercano. Los guías prenden el fuego para la merienda, que es igual al desayuno.

A medida que los días pasan se siente en el cuerpo el cansancio y el dolor que provoca, para el que no está acostumbrado a hacerlo, andar tantas horas arriba de un caballo. Duele la cola, la espalda, los hombros, las piernas. Para mí, dormir en carpa es un sufrimiento adicional. No hay noche en la que descanse más de cuatro horas, y nunca de corrido. La bolsa de dormir y la colchoneta aislante no pueden evitar que sienta el duro piso de tierra y piedra ni el frío de la noche.

Cuando se toma mucha agua hay también muchas más ganas de orinar, lo cual no es un problema serio para los hombres, pero sí para las mujeres: se forman en fila como los jugadores de fútbol formando una barrera”.

La noche nos regala dos grandes momentos. Uno es la cena, siempre caliente y sabrosa (un asado, pizzas hechas a la parrilla, un guiso, un cordero) que habilita y construye, jornada tras jornada, un espacio de camaradería y de confraternidad. No faltan las rondas de chistes, las bromas, las anécdotas y relatos de vida, las charlas sobre el trabajo y la familia. Contemplar el cielo, magníficamente bello, inolvidable, es el otro regalo. En medio de la Cordillera de los Andes se parece a las fotos de la Vía Láctea que traen en papel satinado las enciclopedias, pero mucho más lindo y conmovedor. Miles y miles y miles de puntos blancos, formando racimos interminables que lo cubren todo, alumbran las gigantescas montañas y hacen que uno se quede en silencio, maravillado. Sólo por ver unos minutos ese cielo todos los dolores valen la pena.

4. Los guías nos advierten en el desayuno que será una jornada larga y difícil. Subiremos y luego bajaremos el paso del Espinacito, el punto de mayor altura por el que pasó el ejército de San Martín: 4.536 metros sobre el nivel del mar. El ascenso es lento, laborioso, complicado. Cada veinte minutos hay que parar un ratito para que los caballos, que también se apunan, recuperen la energía.

La llegada a la cima del Espinacito es el primer momento “patriótico” de la cabalgata. Junto a la enorme piedra de unos treinta metros de alto donde están las placas que indican el valor histórico del lugar, los guías agitan las banderas argentina y chilena y gritan “viva la patria” varias veces, instando al grupo a que se una en la aclamación. A mí todo me parece un “acting”, una escena artificial. Me fastidio y quedo al margen del festejo grupal. Lo único que me interesa es sacarme una foto con la bandera de Gimnasia.

No puedo dejar de deslumbrarme, como todos, cuando desde el Espinacito observo el paisaje monumental y al parecer infinito de la Cordillera, con un gigantesco valle debajo y enfrente, entre tantas montañas, el Aconcagua y el Mercedario (6.960 y 6.720 metros de alto). Comienza un descenso también lento y difícil. Para mayor seguridad, la orden es bajar a pie, llevando a los animales de la rienda. La marcha parece no terminar nunca. Tres horas después, cuando llegamos al valle y podemos detenernos y descansar, los guías nos informan que acabamos de recorrer a pie unos cuatro kilómetros de distancia y descendido unos 2.500 metros.

Al día siguiente cabalgamos por el Valle de Los Patos, una hermosa e inmensa caja franqueada por las montañas y que ofrece, lejos, al fondo, un puesto de Gendarmería donde nos detendremos a almorzar. El puesto se ve chiquito, suponemos llegar en media hora pero lo hacemos casi tres horas después. Luego seguimos cabalgando hasta el Valle Hermoso, que se ajusta perfectamente al nombre y que fue donde las tropas de San Martín realizaron el último acampe en territorio argentino.

Un día más tarde se produce el segundo momento “patriótico” de la travesía. Estamos por llegar al actual punto fronterizo con Chile, un ancho callejón entre montañas por donde pasaron los soldados. Los guías nos mandan formar uno al lado del otro, desplegados todos de frente a Chile, y con las banderas en alto y otra vez al grito de “viva la patria” azuzan a los caballos para que emprenden el galope hasta llegar, doscientos metros adelante, al monumento que con los bustos del Libertador y de O’Higgins marca la frontera entre los dos países. Me vuelve a fastidiar que me digan qué debo sentir y decir, pero no pongo reparos para sacarme fotos con los compañeros del grupo.

Por la tarde, mientras esperamos que se caliente el agua para el mate, Carlos, un correntino de rostro gatuno y sonrisa pícara, se acerca a uno de los guías. Estoy cerca y escucho.

Lo que vos hacés con este viaje es importantísimo, y es invalorable. Vos nos ayudás a que nos transformemos en nuestros propios héroes. La frase, por supuesto, me recuerda primero a la arenga mundialista de Mascherano y me impresiona por lo desmesurada y hasta ridícula. Un par de días después, ya de vuelta a Manantiales, cobrará otro sentido.

5. Es el último día de la cabalgata. Todo estamos cansados, ya vimos los Andes, ya anduvimos a caballo, ya vivimos en plena naturaleza sin ninguna de las condiciones de confort que nos ofrece la vida urbana: sin luz, sin gas, sin baños ni duchas, sin kioscos ni bares, ¡sin celulares! Queremos volver, y cuanto antes mejor.

La noche nos regala a todos los expedicionarios dos grandes momentos. Uno es la cena, siempre caliente y sabrosa. Otro, contemplar el cielo, magníficamente bello, hermosamente inolvidable”.

Para poder regresar al punto de partida tenemos que cruzar por el paso de La Honda, un cerro a 4.300 metros de altura. El ascenso se parece, por lo empinado, por lo lento y lo difícil, al del Espinacito. Pero en esta ocasión se suma el clima. El viento, que se hace más fuerte a medida que subimos, y el frío va calando los huesos. Además, de a poco, hace su aparición el “garrotillo”, una especie de granizo que se genera en las altas cumbres y que tiene la forma de pequeñitas bolitas de hielo. Cuando empieza a caer, en forma vertical, es muy simpático. Pero nos vamos acercando despacio a la cima y el viento es cada vez mayor y el garrotillo es más abundante, nutrido y espeso y nos pega en la cara. Nos jode bastante, a nosotros y a los caballos, que marchan muy despacio por estrechos caminitos de piedra al borde del vacío. Estamos por llegar a la cima y esto ya es, para tipos urbanos e inexpertos como nosotros, una tormenta colosal. Arriba paramos y sacamos fotos, pero yo, helado y harto, lo único que deseo es que se termine.

La bajada es aún peor. A nuestra izquierda, la montaña; a nuestra derecha, el abismo, y desde el abismo el garrotillo que llega poderoso en una extraña forma: por efecto del viento parece que viene desde abajo. Estamos cubiertos de nieve y, a pesar de los abrigos, recontra cagados de frío, el cuerpo encogido y, para peor, la tormenta no nos deja ver hacia adelante más allá de cuatro o cinco metros. Pero es perfectamente visible que a nuestra derecha, a centímetros de la patas de los caballos, que tiemblan, no hay nada. Todos, interiormente, pensamos lo mismo: “Con esta tormenta, el caballo da un mal paso y chau, a cantarle a Gardel”. Pero no podemos hacer ninguna otra cosa que sostenernos arriba del animal y aguantar.

Dos horas más tarde, y habiendo descendido un par de miles de metros, baja el frío y se calma el viento y el sosiego de sentirse fuera de peligro se mezcla con la algarabía y la excitación de haber atravesado con éxito un trance muchísimo más difícil de lo previsto. Veo a todos los compañeros de expedición sentirse como lo había expresado Carlos, sus propios héroes, y aún comprendiéndolo me siento ajeno a tanta alegría. Lo único que me importa ahora, vuelvo a pensar, es que quiero estar en mi casa. Quizás ahí, tal vez, con suerte, logre entender para qué hice este viaje.  


El Ejército de los Andes

Sustentado por el esfuerzo político, económico y social del pueblo cuyano, organizado y planificado hasta el más ínfimo de los detalles por José de San Martín, el cruce de los Andes realizado en 1817 por el ejército libertador está unánimemente considerado por historiadores e investigadores como una de las mayores proezas militares de la historia.

Como explican Claudio Monachesi y Edgardo Mendoza en el libro San Martín y el Cruce de los Andes, editado en 2010 por el Gobierno de San Juan y el Círculo Militar, el ejército libertador se estructuró en seis columnas, cuatro secundarios y dos principales.

Las columnas secundarias tenían la misión de ocupar determinados sitios estratégicos de Chile pero, más relevante aún, colaborar en la división del ejército realista. Estos grupos, que tenían entre 100 y 300 hombres cada uno, fueron, al norte, la División La Rioja, al mando del coronel Francisco Zelada (también de Manuel Belgrano, mientras estaba en terreno argentino) y la División Norte de San Juan, al mando del teniente coronel Juan Manuel Cabot. Por el sur, en Mendoza, cruzaron la División San Carlos, al mando del capitán José León Lemos, y la División Sur de Mendoza, que tenía al frente al capitán de Granaderos a Caballo Ramón Freire.

Una de las dos columnas principales fue la comandada por el coronel Juan Gregorio de Las Heras, que pasó por Uspallata, Mendoza, por la ruta más corta y directa. Esta fuerza de unos 800 hombres recorrió 337 kilómetros hasta Santa Rosa, en Chile.

La otra columna, principal, al mando de San Martín, partió el 19 de enero de 1817 desde el campamento El Plumerillo, en Mendoza, hasta Manantiales, en San Juan, y desde allí por el Paso de Los Patos hacia Chile, por el camino más largo y difícil. El contingente, que se trasladó 545 kilómetros hasta San Juan de Putaendo, en Chile, estaba compuesto por unos 5.000 hombres, de los cuales 3.700 eran soldados y 1.300 milicianos. Conducían unas 10.600 mulas y 1.200 caballos, además de una importante cantidad de ganado destinado a ser faenado en el transcurso de la marcha.

Como señalan Monachesi y Mendoza, “todas las columnas que cruzaron la cordillera regularon su marcha por etapas, estando determinadas, fundamentalmente, por la existencia de agua y pasto, entre un punto y otro, para las necesidades de los expedicionarios y de sus animales. La presencia o no de agua es detallada siempre en los documentos y, en algunos casos, hacen referencia a la existencia de leña”.

Asimismo, es importante destacar que “las distancias a recorrer no siempre fueron uniformes; algunas fueron más extensas que otras. Las dificultades se relacionaban con lo escabroso del terreno, por lo que a veces una etapa era corta en trayecto pero sumamente lenta en recorrer debido a la dificultades que presentaba el terreno montañoso”.

La estrategia de la distancia se complementó con el ardid de las misiones de cada uno de los grupos. Las Heras marchó directamente al objetivo haciendo creer a los españoles que llevaría a cabo el ataque principal, mientras que San Martín realizaba un rodeo para actuar sobre la retaguardia enemiga.

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