En Chile un movimiento sin conducción política expandió las protestas hasta obligar al gobierno a impulsar una reforma constitucional. En Bolivia, la mayoría indígena resiste tras al golpe del poder blanco contra Evo Morales. La convulsión se repite en Ecuador y Colombia. Y en Brasil soplan vientos de esperanza tras la liberación de Lula.
Por Lucio Garriga Olmo
Subnota > Para entender lo plurinacional
El fin de año latinoamericano llegó con grandes movilizaciones que lograron poner en jaque a los diversos centros de poder. Las manifestaciones contra el ajuste económico exigido por el Fondo Monetario Internacional (FMI) en Ecuador; las enormes concentraciones en Chile que pusieron en cuestión al sistema político y económico; la liberación del ex presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, que generó una gran esperanza frente al gobierno del ultraderechista Jaír Messias Bolsonaro; las manifestaciones, bloqueos y saqueos en Colombia, contra las reformas neoliberales del presidente Iván Duque, fueron representaciones de la lucha en el continente más desigual del planeta. Tuvieron una contracara muy fuerte en un mismo contexto de disparidad social: el golpe de Estado contra el presidente boliviano, Juan Evo Morales Ayma, el 10 de noviembre.
En la mayoría de los casos son la expresión callejera de un movimiento social contra las desigualdades de cada uno de los países y, además, un reflejo de los nuevos tiempos continentales marcados por la pérdida de las conquistas económicas y sociales logradas en la década de los denominados “gobiernos progresistas”. En Ecuador la chispa fue el “paquetazo” económico de ajuste, en Brasil la liberación del primer presidente obrero de la historia del país y en Chile el aumento del subte. El golpe de Estado boliviano es el caso particular que representa a los nuevos viejos tiempos latinoamericanos. Nuevos porque significa la amenaza contra los avances de los últimos 13 años y, al mismo tiempo, viejos porque hacen rememorar al siglo XX, cuando el Plan Cóndor se expandía por las distintas regiones del continente.
El despertar de Chile
El 4 de octubre, cuando el gobierno de Sebastián Piñera decidió aumentar el pasaje el subte de 800 a 830 pesos chilenos (1,16 USD), nadie imaginó que eso sería la chispa que encendería a una sociedad entera. La primera protesta llegó de la mano de los estudiantes secundarios que decidieron organizar “evasiones” masivas, es decir, saltar los molinetes para no pagar. Los videos se viralizaron rápidamente y la protesta se masificó para el 17 de octubre. El presidente los acusó de “vándalos” y envió a los Carabineros a las estaciones para detenerlos. Para el 18, miles de personas ya estaban en las calles de Santiago reunidas en los alrededores de la Plaza Italia cuestionando un sistema económico, social y político desigual heredado de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990).
En Chile, lo que comenzó siendo un reclamo puntual se transformó en el movimiento de protesta más grande, heterogéneo y diverso de la historia del país desde 1990
Ese modelo neoliberal, que provoca que en la actualidad la educación, las jubilaciones y el agua, entre otras cosas, estén en manos privadas fue lo que entró en crisis con las movilizaciones. La consigna que logró reunir a los distintos sectores movilizados fue clara y concisa: “No son 30 pesos, son 30 años”. Lo que comenzó siendo un reclamo puntual se transformó en el movimiento de protesta más grande, heterogéneo y diverso de la historia del país desde la recuperación de la democracia.
La dictadura pinochetista no tuvo como única característica su largo período en el poder o su crueldad a la hora de perseguir, torturar y matar. Fue la promotora del neoliberalismo en la región de la mano de sus ministros educados en la Escuela de Chicago y de las privatizaciones. Otro punto central está relacionado con su herencia: Pinochet abandonó el poder luego de un plebiscito y tras su caída siguió siendo Comandante en Jefe del Ejército y senador vitalicio. Esto implicó que su modelo económico y social, estructurado en la reforma constitucional realizada bajo su dictadura en 1980, siga dominando la actualidad chilena.
La brutal represión y violencia desatada por el gobierno de Piñera provocó una profundización del malestar social. Este sentimiento se recrudeció cuando el presidente declaró el estado de sitio, el toque de queda y la militarización de las calles de Santiago, lo que significó la primera salida de los militares de los cuarteles por motivos de seguridad desde la dictadura. La violencia desatada por las fuerzas de seguridad fue cruel. Según el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) el saldo de muertos, al cierre de esta nota, llegaba a más de 20 personas, más de dos mil heridos y más de 6.000 detenidos. Durante este accionar se registró una importante cantidad de denuncias por la violación de los Derechos Humanos, entre ellas detenciones arbitrarias, desapariciones, torturas y abusos sexuales a mujeres y niñas.
Por la represión, en el país trasandino se denunciaron detenciones arbitrarias, desapariciones, torturas y abusos sexuales a mujeres y niñas
El sistema chileno entró en crisis por las desigualdades que anida por estar basado en el dinero y la meritocracia. Durante estos meses los manifestantes coincidieron en algo: “Chile despertó”. El sistema que ha sido presentado como “modelo” en todo el continente crujió hasta sus cimientos porque a pesar de que ha obtenido importantes resultados macroeconómicos, como el crecimiento del Producto Bruto Interno (PBI) o la reducción de la pobreza, ha perpetuado una importante desigualdad social. Actualmente 18 mil chilenos concentran el 40% de la riqueza nacional y las familias que concentran el poder económico son, en parte, las mismas que concentran el poder político. Ejemplo de ello es la propia familia Piñera, accionista de medios de comunicación, equipos de fútbol e impulsora de las privatizaciones de las jubilaciones a través de José Piñera Echenique, hermano del presidente y funcionario de Pinochet, entre otras cosas.
Con el correr de los días el reclamo principal de las movilizaciones fue cambiar la Constitución nacional para modificar el propio sistema. Los pedidos para la realización de una Asamblea Constituyente fueron demasiado fuertes para ser desoídos por el presidente. Luego de semanas de protestas los partidos políticos lograron llegar a un documento común al que llamaron “Acuerdo por la paz social y la nueva Constitución”.
El mismo establece que en el próximo abril se hará un plebiscito donde los habitantes deberán responder dos preguntas: si quieren una nueva Constitución y qué tipo de órgano debería redactarla ya que existen dos propuestas. Una convención mixta, compuesta por el 50% de parlamentarios actuales y otro 50% de miembros electos, o una convención constitucional, cuyos integrantes serán íntegramente electos para dicho propósito. Estos constituyentes serán elegidos en el mes de octubre por un plazo de nueve meses (extendible a doce) en los que deberán dedicarse exclusivamente a la redacción de la nueva carta magna que no deberá tomar a la Constitución hoy vigente como vinculante, es decir, ninguna de las disposiciones actuales deberá estar, obligatoriamente, replicada. Por último, el acuerdo establece que la redacción deberá ser ratificada en otro plebiscito, que tendrá voto obligatorio (en Chile el voto es opcional) y la ratificación del Congreso, donde los partidos ya se comprometieron a aprobarla.
En abril de 2020 se hará en Chile un plebiscito donde los habitantes deberán responder dos preguntas: si quieren una nueva constitución y qué tipo de órgano debería redactarla
Luego de más de un mes de protestas –que seguían registrándose al cierre de esta nota– la sociedad chilena consiguió la posibilidad de discutir las nuevas reglas del sistema económico, social y político que marcarán el futuro del país. Será la primera discusión constitucional que contará con la participación del pueblo ya que, hasta el momento, todas las modificaciones y redacciones se realizaron entre cuatro paredes cerradas. Serán muchos los debates y discusiones pero la sociedad chilena tendrá la posibilidad de construir las bases para un país más justo y equitativo.
La nueva vieja Bolivia
El 20 de octubre fue la sociedad boliviana la que acudió a las urnas para definir su futuro en unas elecciones presidenciales muy polarizadas. El presidente Evo Morales debió enfrentar los comicios más difíciles desde su llegada al poder, en el año 2006, en un contexto marcado por las denuncias que calificaban a su candidatura como “ilegítima”, por desconocer, en base a un fallo judicial, el referéndum de 2016 en el cual el 51% de la ciudadanía rechazó una nueva postulación suya.
En los primeros ocho años de gobierno de Evo Morales el PBI se cuadriplicó y la pobreza extrema bajó del 38,2% al 15,2% en 13 años
Ante este escenario, el oficialista Movimiento Al Socialismo (MAS) basó su campaña en el principal logro de sus administraciones: la continuidad económica y política. Durante los gobiernos de Evo Morales el PBI aumentó de 9.500 millones de dólares en año 2005 hasta los 36.000 millones en 2013, con un crecimiento promedio del 5%, y redujo la pobreza extrema del 38,2% al 15,2% en 13 años. Por su parte, la oposición, cuyo principal candidato fue el líder de Comunidad Ciudadana (CC), el expresidente y exvicepresidente Carlos Mesa, apoyó sus propuestas en ponerle fin a la “dicadura” y el “autoritarismo” del primer presidente indígena de la historia del país.
El contexto electoral fue muy particular. La actualidad era, como pocas veces en su historia, de estabilidad económica y política. Hasta principios de siglo Bolivia tuvo una importante cantidad de golpes de Estado y crisis económicas muy severas que provocaron, a la larga, que sea uno de los Estados más pobres y desiguales de la región.
En Bolivia la OEA denunció “irregularidades” en 333 actas de un total de 34.555 de la elección del 20 de octubre y recomendó la repetición de los comicios
Además, dos desafíos se le plantearon a Evo Morales: por un lado la necesidad de satisfacer nuevas demandas de aquellos ciudadanos que ascendieron socialmente, teniendo en cuenta que la clase media se expandió del 35% al 58% de la sociedad; y, por el otro, el agotamiento político que implicaron 13 años de mandato, que se vio profundizado por las exigencias de renovación política de algunos sectores y por el desconocimiento del referéndum del 2016. Este panorama, nuevo para Bolivia y para el propio Morales, fue, en parte, una de las causas que podría explicar la pérdida de 16 puntos en relación a las elecciones del 2014 y que le implicó, por primera vez, no superar el 50% de los votos.
Bolivia llegó a las elecciones con dos discursos muy marcados: la polarización y las denuncias de la oposición de un supuesto fraude. El principal problema llegó el mismo domingo 20 cuando el recuento de votos preliminar, que no tiene ningún tipo de legalidad porque, justamente, es preliminar, se detuvo cuando se computaban alrededor del 80% del electorado. Con los números difundidos hasta ese momento era necesaria una segunda vuelta porque Morales obtenía el 45,2% y Mesa el 38,1%, por lo tanto ninguno superaba el 50% o alcanzaba más del 45% con una diferencia mayor a los diez puntos. Esa noche la oposición festejó el ballotage y el MAS se adjudicó la victoria porque, decía, los votos que faltaban contabilizar correspondían a las zonas rurales, históricas regiones favorables a Morales.
El lunes 21 Bolivia comenzó a vivir una crisis social muy aguda. La oposición convocó a la movilización para defender la segunda vuelta y el MAS salió a la calle a defender su cuarta victoria presidencial. Comenzaron a vivirse escenas de violencia que tenían un fuerte componente racista y revanchista por sectores sociales medios y altos. Hubo ataques contra dirigentes indígenas y campesinos, se quemaron las casas e incluso se secuestraron familiares de los dirigentes del MAS. La situación empeoró cuando el Tribunal Supremo Electoral (TSE) publicó los resultados definitivos: 47,07% para Evo Morales y 36,51% para Carlos Mesa. De esta manera, el oficialismo ganaba en primera vuelta.
Las denuncias por fraude se multiplicaron por todo el país y la violencia se agudizó. Frente a las dudas que existían el gobierno invitó a la Organización de los Estados Americanos (OEA) a realizar una auditoría vinculante de los resultados. La oposición la desconoció y profundizó sus formas de presión que comenzaron a exigir la renuncia de Morales y a tener fuertes síntomas de racismo, como la quema de la bandera Wiphala, contra los pueblos originarios y los sectores más pobres. Representante de ese sector más duro y violento fue Fernando Luis “el Macho” Camacho, el presidente del Comité Cívico Pro Santa Cruz, un empresario conservador y ultrarreligioso que emprendió una cruzada para la salida anticipada de Morales.
Después del golpe de Estado en Bolivia en los primeros cinco días de protestas fueron asesinadas 20 personas
Con el correr de los días la oposición, hegemonizada por los sectores más radicales encabezados por Camacho, modificó su discurso, dejó de pedir la repetición de elecciones y exigió el fin del gobierno de Morales. Al mismo tiempo, la Policía se acuarteló y amotinó en diferentes puntos del país. La madrugada del domingo 10 de noviembre la OEA publicó las conclusiones de la auditoría: denunció “irregularidades” basadas en el análisis de 333 actas de un total de 34.555, y recomendó la repetición de los comicios con nuevas autoridades electorales. Evo Morales criticó el informe pero lo aceptó y convocó a elecciones. Ya era tarde. La oposición tomó el informe como una muestra más del “fraude” y decidió desoír la convocatoria. Esa tarde, cuando las Fuerzas Armadas le “sugirieron” a Morales renunciar, se definió el futuro del país. Morales y el Vicepresidente, Álvaro García Linera, brindaron una conferencia de prensa en el que renunciaron públicamente a sus cargos para evitar una profundización de la crisis y un derramamiento de sangre. El golpe de Estado estaba consumado.
Ante el exilio del binomio presidencial en México y frente a la renuncia de Adriana Salvatierra (presidenta del Senado) y de Víctor Borda (su par de Diputados) –las dos figuras siguientes en la línea de sucesión–, la senadora Jeanine Añez se autoproclamó presidenta, amparándose en su cargo de segunda vicepresidenta de la cámara alta, sin legalidad constitucional porque las renuncias no habían sido aprobadas y frente a un Senado sin quórum y sin los votos necesarios. “Gracias a Dios que ha permitido que la Biblia vuelva a entrar al Palacio”, dijo, en su primer discurso y prometió que su única misión sería convocar a elecciones.
Las organizaciones sociales, campesinas, sindicales y los pueblos originarios que apoyan a Evo Morales salieron a las calles. La respuesta del gobierno de facto fue la violencia y la represión: en los primeros cinco días de protestas fueron asesinadas 20 personas, nueve de ellas en la ciudad de Sacaba, donde las fuerzas militares y la Policía cometieron una verdadera masacre. Asimismo, su administración eximió a través de un decreto de “responsabilidades penales” a los militares que participen en “operativos para el restablecimiento del orden interno”. Una decisión que fue criticada por amplios sectores de la sociedad y por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
El gobierno de facto en Bolivia eximió de “responsabilidades penales” a los militares que participen en “operativos para el restablecimiento del orden interno”
Al mismo tiempo que Añez desplegó un sistema represivo en todo el país, al cierre de esta nota todavía no estaba definida la convocatoria a nuevas elecciones. En tanto amenazó públicamente con prohibir la participación del MAS en los futuros comicios y con detener a periodistas, dirigentes, diputados y senadores opositores “sediciosos”. El golpe de Estado en Bolivia hizo rememorar a los viejos tiempos latinoamericanos, cuando el continente, bajo el poder de los fusiles y las botas, veía amenazado sus derechos y libertades. Hoy, a pesar de que al frente del Gobierno no estén las FFAA, la amenaza de la pérdida de derechos es la misma. El futuro de Bolivia corre el riesgo de estar marcado y delineado por la fuerza militar y no por el voto popular.
¿Una nueva América?
El devenir de los países donde las manifestaciones han copado las calles de las principales ciudades es incierto ante lo significativo de los distintos movimientos que se han desarrollado.
Las movilizaciones en Chile han logrado, al cierre de esta edición, la primera oportunidad para redactar una Constitución nacional en tiempos de democracia plena, ya que los casos anteriores (1883, 1925 y 1980) se desarrollaron en épocas de guerra civil, convulsión interna o de dictadura. A pesar de esto, importantes sectores movilizados se han mantenido en las calles al considerar que los tiempos estipulados son muy extensos y que la forma de discusión no es del todo democrática. Al ser un movimiento tan amplio, transversal y multitudinario, y al no haber ninguna figura política que haya logrado dirigirlo, las movilizaciones pueden continuar.
Por su parte, el futuro boliviano es incierto y preocupante porque no es del todo clara la salida que establecerá a la crisis el gobierno de facto de Añez. Los dos sectores que dominan la disputa política tienen una capacidad de acción y movilización muy importante. Esta situación, donde pareciera que ninguno se puede imponer sobre el otro, amenaza con extender en el tiempo la crisis y la violencia callejera y estatal. La convocatoria a nuevas elecciones abiertas, limpias y transparentes aparece como la mejor solución pero no deja de estar exenta de obstáculos. ¿En qué condiciones se darán y en qué estarán dispuestos a ceder cada uno de ellos para intentar reencauzar al país en el camino de la estabilidad económica y política antes de que sea demasiado tarde? ¿No es tarde ya para eso?
Lula libre, ¿Y Brasil?
El 9 de noviembre, luego de estar encarcelado durante 580 días, Luiz Inácio Lula da Silva salió en libertad. Un fallo del Tribunal Supremo Federal (TSF) que modificó la jurisprudencia respecto de cómo los condenados sin sentencia firme en segunda instancia debían cumplir la pena habilitó al histórico líder del Partido de los Trabajadores (PT) a dejar la cárcel. El ex presidente cumplía una pena de 8 años y 10 meses de prisión acusado de haber recibido un tríplex en las playas de Guarujá en forma de soborno por parte de la constructora OAS.
La situación judicial de Lula da Silva no está definida porque podría volver a prisión si se confirma y queda firme su condena
Una vez en la calle el primer presidente obrero de la historia del país fue recibido por una multitud de seguidores en el sindicato metalúrgico del ABC en São Bernardo do Campo, el lugar que lo vio nacer como figura política. Su principal acto fue unos días después en Recife, en su Pernambuco natal, donde habló en un festival ante más de 200 mil personas. “Estoy viendo un país destruido”, afirmó el ex presidente y criticó duramente al actual mandatario, el representante de la ultraderecha política, Jaír Messias Bolsonaro.
La situación judicial de Lula da Silva no está definida porque podría volver a prisión si queda firme su condena. Es por esto que su defensa, basándose en lo parcial que fue la investigación a cargo del el ex juez acusador y actual ministro de Justicia Sergio Moro, algo que quedó en evidencia con las revelaciones y publicaciones de The Intercept, exige la anulación de las causas que pesan sobre el presidente que logró sacar a más de 40 millones de personas de la pobreza.
Durante su estadía en la prisión Lula da Silva confirmó que se casará con su nueva novia, Rosangela da Silva, y una vez en libertad no descartó participar en las elecciones nacionales del 2022: “Puedo subirme a la carrera del 2022 acompañando a otros compañeros del PT”, dijo.
Con su liberación se abrió una importante luz de esperanza para intentar liberar a Brasil del gobierno ultraconservador, liberal y religioso de Bolsonaro.