El director mexicano Arturo Ripstein opta por los humillados, los oprimidos, los derrotados. En ellos encuentra pasión, belleza y verdad. En cambio, cuestiona la falsa moral de una sociedad hipócrita que condena a los marginados que origina.
Por Juan Manuel Mannarino y Carlos Gassmann
Alguna vez el director oriental Shohei Imamura dijo que para entender el Japón contemporáneo había que filmar historias del bajo vientre. En México hubo quien tomó la posta. El sentido de la existencia para Arturo Ripstein se debate en la intimidad y está iluminado por las luces mortecinas de conventillos, burdeles y bares de poca monta. Lo que para otros sería promiscuo y oscuro, para el director mexicano es un tratado sobre la condición humana. Nadie, dice, está libre de culpas y pecados. Y menos a la hora de hablar de pasiones como el amor, el crimen, la venganza y el sexo.
Sus películas giran en torno a un tópico asfixiante: el encierro. “El castillo de la pureza”, “Cadena perpetua”, “Principio y fin”, y “Profundo carmesí” son sólo algunos ejemplos (ver Botones de muestra).
Ripstein presenta vidas al límite. Como si hubiera un patrón melodramático en la cultura mexicana que corroe y angustia a los pobres, los desesperados, los desheredados, los humillados y ofendidos. Pero su mirada no ofrece sólo desencanto: hay también humor negro y comicidad. No se ríe ni juzga a sus personajes ni a sus vínculos sociales, sino que eleva una mirada áspera a la sociedad de la cual surgieron y son parte. Una sociedad hipócrita y de falsa moral que apunta el dedo acusatorio de “la mala vida” hacia los marginados. En los bajos fondos, por el contrario, el cineasta mexicano encuentra belleza y pasión, amor y ferocidad, desesperación y verdad. Porque, como decía el poeta William Blake, Ripstein sabe que los burdeles están hechos con las mismas piedras con las que se construyen las iglesias.
El náufrago en la periferia
Nacido en México en 1943 e hijo de un experimentado productor cinematográfico (Alfredo Ripstein JR.), Arturo Ripstein frecuentó desde muy pequeño el mundo de los estudios de filmación. A los 15 años vio “Nazarín”, de Luis Buñuel (1959), y esa experiencia le cambió la vida para siempre. La leyenda cuenta que en 1962, cuando tenía sólo 18 años, fue asistente de dirección del aragonés en “El ángel exterminador”. Él lo negaría: “Apenas me tocaba llevarle el portafolio donde estaba el guión, el aparato para tomar la medida de los lentes de la cámara, un plátano y un sándwich”, dijo. Pero estar cerca de Buñuel le permitió aprender trucos de la dirección y consolidar una visión desencantada del mundo. A los 21 años, con financiación gestionada por su padre, pudo debutar como director nada menos que con un guión de Gabriel García Márquez con la colaboración de Carlos Fuentes. El resultado fue “Tiempo de morir” (1965), una suerte de western fotografiado en impecable blanco y negro, la historia de una venganza que salpicó de sangre a un pueblo (después de cumplir su condena, un hombre enfrentó la sed de revancha de la familia de su víctima). Y aunque él la consideró una película fallida (“no estaba maduro para filmar un guión de García Márquez”), la crítica no dejó de advertir la pericia en el manejo de los tiempos y la inauguración de una temática que lo acompañaría para siempre: los personajes con un destino tan desgraciado como fatal.
Durante los ‘70 Ripstein fue afianzándose como director y logró llamar la atención con grandes filmes, tales como “El castillo de la pureza”, “El lugar sin límites” (1977) —basada en una novela de José Donoso— y “Cadena perpetua”.
Pero el vuelco más decisivo de su carrera se produjo a mediados de los ‘80, cuando decidió unirse en la vida y en la creación con la argentina Paz Alicia Garciadiego, convertida desde entonces en guionista de todas sus películas. “Encontré el timbre que le faltaba a mi voz”, admitió.
A partir de “El imperio de la fortuna” (1986), inspirada en un relato de Juan Rulfo, el binomio Ripstein-Garciadiego fue premiado en todo el mundo gracias a largometrajes tan notables como “La mujer del puerto” (1991), “Principio y fin” (1992), “La reina de la noche” (1994), “Profundo carmesí” (1996), “El evangelio de las maravillas” (1998), “El coronel no tiene quien le escriba” (1999), “Así es la vida” (2000), “La virgen de la lujuria” (2002), “El carnaval de Sodoma” (2006) y “Las razones del corazón” (2011).
Ripstein se define como “una especie de náufrago en la periferia”. Sus películas, reconocidas en Europa, siguen siendo muy resistidas en su propio país y continúan teniendo escasa circulación por el resto de América Latina. En Argentina sólo un par de ellas, “La mujer del puerto” y “Profundo carmesí”, tuvieron un breve paso por salas comerciales, y alguna otra, como “Así es la vida”, fue difundida por televisión.
La belleza de lo sórdido
Objeto de amores y odios pero nunca de indiferencia, el establishment no le perdona que no haya mostrado el “México lindo, bonito y querido”, sino aquello que nadie quiere ver. Los críticos lo acusaron de ser un director bastardo, antinacionalista. Ripstein nunca claudicó. Siempre dijo que no mostraba nada excepcional: con sólo abrir los ojos, México es un mundo sucio, grotesco y monstruoso. No obstante, sus historias trascienden lo local para adquirir interés universal.
Lo que este director se propuso es encontrarle una vuelta de tuerca a un género esencial para buena parte de América Latina: el melodrama. “El melodrama —dice Ripstein— es para nosotros una tradición nacional que plantea un ascenso en espiral hacia la dicha y la solución de los problemas, pero propusimos absolutamente lo contrario, un descenso en espiral hacia las puertas del infierno”.
Empeñado en mostrar “el lado oscuro del melodrama”, presenta personajes cargados de ambigüedad y ya sin esperanza de redención. Son criaturas reclutadas entre los humillados, oprimidos, derrotados, desesperados. No hay finales felices: allí donde el clásico melodrama mexicano exalta la familia, la patria, la religión, los valores burgueses del hogar y la propiedad, el cine de Ripstein se dedica a socavarlos, a exponer el lado oscuro, visceral y sin filtros de ese entramado moral, con padres ausentes, madres despóticas hasta la crueldad y almas irremediablemente solas. Aun así, sus películas son bellas, coloridas.
Ripstein por Ripstein
El libro Arturo Ripstein: la espiral de la identidad (Cátedra, 1997), del crítico brasileño Paulo Antonio Paranaguá, ofrece una mirada integral y compleja sobre la obra del cineasta mexicano. Allí, Ripstein expresó pensamientos que sintetizan su visión del mundo:
- “Filmar es horrible, desesperante, infame, atroz, frustrante, como un vicio mortal. También es maravilloso, me da un gran placer y gusto. Muchas veces, al ver terminada una película mía, quisiera no volver a hacer otra nunca más. Pero algo misterioso, algún demonio, me impele, me obliga a seguir intentando filmar, a seguir filmando”.
- “Me gustan la oscuridad, la vida secreta, lo subterráneo y lo oculto. Me gusta lo mencionado a medias, lo inconfesable. Soy lo suficientemente optimista para hacer lo que hago”.
- “Amo y odio a México. Me gustan los personajes al borde de la cuerda, me gustan los humillados y los oprimidos. Me gustan los derrotados, los desesperados, los ansiosos, los feraces. Filmo porque las cosas me dan miedo y filmo como una revancha contra la realidad”.
Botones de muestra
Dada la dificultad de acceder a copias dignas de muchas de las películas de Ripstein, presentamos a continuación una referencia a aquellas que sí se pueden apreciar en buenas condiciones.
Todo sobre el padre. Antes de filmar con Paz Garciadiego, Ripstein puso el acento en la figura del padre. Una de sus primeras películas, “El castillo de la pureza” (1972), parte de una historia basada en hechos reales: un hombre mantuvo a su familia encerrada en casa durante 18 años. Está el machismo, el despotismo paterno y el control enfermizo pero, sobre todo, la puesta en escena de una utopía: Gabriel Lima, el padre, dispuesto al sacrificio en el altar de la Perfección y la Pureza. Un castillo que lleva al máximo el valor de la familia como un principio elevado de la moral latinoamericana.
Una historia y varios puntos de vista. “La mujer del puerto” (1991) es una remake del filme homónimo (1933) de Arcady Boytler, basado en el cuento “El puerto” de Guy de Maupassant. Una brevísima sinopsis basta para dar cuenta de su crudeza: un marinero desembarca en un puerto sombrío; en un burdel de mala muerte, mantiene relaciones sexuales con una chica obligada a prostituirse por la madre y que, finalmente, resulta ser su propia hermana. Como antes había hecho Kurosawa en “Rashomon” (1950), Ripstein cuenta alternativamente la historia desde tres puntos de vista distintos: el de El Marro (el marinero), Tomasa (la madre) y Perla (la hija). De ese modo pone en entredicho el estatuto de la verdad. Con las versiones van variando también las identificaciones del espectador con los personajes y sus juicios sobre sus comportamientos. Casi todo transcurre en el prostíbulo El Eneas, antro decadente y descascarado, húmedo y sofocante, que se transforma en otro protagonista. La historia tiene los condimentos del melodrama del bajo fondo que tanto le gusta a Ripstein: incesto, intentos de suicidios, amores desencontrados.
Todo sobre la madre. No pocos opinan que “Principio y fin” (1992) es la obra maestra de Ripstein. Se basa en la novela homónima del egipcio Naguib Mahfuz, Premio Nobel de Literatura. Tras el fallecimiento del padre, la familia Botero lucha denodadamente por no caer en la miseria. La madre, Ignacia, decide sacrificar el futuro de sus tres hijos mayores para proteger a Gabriel, el menor, en quien deposita su esperanza de recuperar la prosperidad. El estereotipo de la madre abnegada se convierte aquí en la contrafigura de un ser manipulador, egoísta e inescrupuloso. Cada hijo intentará buscar su propia salida ante el chantaje de Ignacia, convencida de que hay que sacrificarlo todo y hasta vender el alma para garantizar los estudios y el éxito de Gabriel. Otro tópico de su cine: la demolición de la familia como núcleo social, corroída en este caso por la obsesión por el dinero; por escapar de la pobreza.
Las amarguras sí son amargas. María de la Luz Flores Aceves (1906-1944), más conocida como Lucha Reyes, fue una cantante mexicana de rancheras cuyo talento interpretativo, vida tumultuosa y final trágico convirtieron en un verdadero mito popular. A partir de su figura, Ripstein y Garciadiego produjeron “La reina de la noche. Biografía imaginaria de la vida sentimental de Lucha Reyes” (1994). Otra madre exigente y orgullosa se transforma en pieza central del drama. Lucha ahoga en alcohol sus desengaños amorosos con hombres y mujeres y va precipitándose lenta pero inexorablemente hacia el abismo. “El canto es cosa de mi madre, yo prefiero esto”, dice la cantante mientras sigue de ronda por los bares. “Deberías haberme hecho caso y dedicarte a la ópera, pero te gusta la noche…”, le reprocha su progenitora. En el momento más trágico dirá la madre: “Lo más piadoso con un animal herido es rematarlo”. A todos los que no supieron antes de Lucha Reyes su historia los remite a los mares de tequila con que intentó por décadas sofocar sus sufrimientos la inolvidable Chavela Vargas.
Rojo pasión, rojo sangre. “Profundo carmesí” (1996) fue hasta ahora el mayor éxito internacional de Ripstein, quizás porque en el Festival de Venecia logró algo infrecuente: alzarse con los premios al mejor guión, música y escenografía. El punto de partida es una historia real que ocurrió en los Estados Unidos y que Leonard Kastle filmó con el título “Los asesinos de la luna de miel” (1970). Nicolás es un triste gigoló —acomplejado por su calvicie, que oculta con un peluquín— que recorre los caminos del norte de México en busca de solteronas y viudas a las que seduce y roba. Coral es una enfermera obesa que, pese a haber sido su víctima, lo considera idéntico al actor Charles Boyer y se enamora perdidamente de él. Por seguirlo es capaz de abandonar a sus hijos en un orfanato. “¡Dejaste a tus hijos! Nunca nadie había hecho tanto por mí”, le dice, conmovido, el galán. Coral lo acompañará en su raid de estafas haciéndose pasar por su hermana y sus celos enfermizos la harán ensañarse con cada nueva damnificada. Daniel Giménez Cacho —conocido por su papel de cura pedófilo en “La mala educación” (2004), de Almodóvar— y Regina Orozco encarnan magistralmente al dúo de amantes psicópatas. El color juega un papel fundamental (Coral viste siempre de rojo o se tiñe la ropa por efecto de la sangre) y la estética deslumbrante del filme se corona con una escena de belleza estremecedora.
El coronel ya tiene quien lo filme. 34 años después de aquella experiencia inaugural frustrante que había sido para él filmar un guión de García Márquez, Ripstein decidió trasladar a la pantalla grande una de las grandes novelas del Nobel colombiano: El coronel no tiene quien le escriba. Su película homónima (1999) es sin dudas la mejor versión cinematográfica que ha tenido hasta ahora el creador de Cien años de soledad. “Lo que hago es ser absolutamente desleal con el autor y no pretendo nunca ‘atenerme a la esencia de la obra’, como se afirma habitualmente mediante términos que para mí son misteriosos e incomprensibles”, explica el cineasta sobre cómo concibe las adaptaciones. Sin embargo, su obra capta exactamente el clima de agobio y sofocación de ese pueblito del trópico donde el viejo militar retirado vive en compañía de su esposa enferma y del gallo de riña que heredó de su hijo muerto. El filme reitera deliberadamente, como una letanía, esa ceremonia que cada viernes repite el cansado coronel: ir hasta el muelle a esperar la lancha que debería traerle la carta que por fin le anuncie el otorgamiento de su pensión de guerra. Todos saben, él también, que es esperar contra toda esperanza. Fernando Luján y Marisa Paredes —otra habitual integrante de los elencos de Almodóvar— interpretan con acierto a la anciana pareja que se niega a perder la dignidad.
Medea a la mexicana. “Así es la vida” (2000) fue la primera película latinoamericana filmada en formato digital y constituye una suerte de destilado esencial del universo cinematográfico de Ripstein-Garciadiego. Nada menos que Medea —la tragedia griega de Eurípides sobre la mujer que, para vengarse del abandono de su esposo, comete el más abominable de los crímenes, el asesinato de sus propios hijos—, trasladada a un miserable inquilinato del Distrito Federal mexicano. En efecto, su marido la deja por otra Julia siente que todo su mundo se desmorona. Ha quedado a cargo de sus dos hijos y el dueño de la vecindad ruinosa en la que habitan le pide el desalojo. Ninguno de los elementos de la obra original faltan en esta versión: ni los tratos con la magia de Medea (Julia es curandera) ni los comentarios del inefable coro griego (encarnado por un cuarteto de boleros que aparece cada tanto desde la pantalla de un televisor en blanco y negro). El ascetismo de la puesta aumenta todavía más la potencia expresiva del drama y las actuaciones, con Arcelia Ramírez y Patricia Reyes Spíndola a la cabeza, son sencillamente inmejorables.