El exilio del otro

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Ilustración Ana Inés Castelli

Mezcla de autobiografía y ficción, un relato profundo que va entre París y Tolosa.

Por Gonzalo Leonidas Chaves

Hace algunos días leí un relato firmado por Gonzalo Leonidas Chavez. El autor del texto se llama igual que yo, salvo que mi apellido se escribe con “s”. El escrito habla de un viaje a Francia en busca de un amigo varado en París. El huésped providencial del país galo había salido de la Argentina en abril del setenta y seis; llevaba 38 años viviendo con su familia en el exilio. Lo extraño de todo esto es que yo también tengo un amigo que espera en París volver al barrio de Tolosa en La Plata. Se llama Clemente, pero lo conocí como Sergio. Y en otro momento su nombre era Martín. Sus amigos le decían cariñosamente “Ojo de trapo”, porque no veía nada, ni teniendo puestos sus gruesos anteojos de carey. En los ochenta lo visité en París. Nosotros habíamos salido hacía poco de Argentina; era nuestro segundo exilio. Sergio trabajaba de portero en una escuela del Estado. Vivía en el establecimiento junto a su familia. Salíamos a caminar y conversar. Su casa era cómoda, pero preferíamos estar solos: el diálogo acorralado por el terror se realizaba entre pares. El París que conocía Sergio no era el de los turistas. Era su refugio, el lugar donde había recalado en la diáspora.

De a poco fuimos recorriendo los suburbios, desgranando al paso una conversa que parecía no tener fin. Unidos por el deseo de volver hacíamos planes y temíamos. Una tarde, después de andar, fuimos a cenar en un restaurante árabe, comimos cuscús, un plato preparado con trigo cocido al vapor. En otra oportunidad visitamos la cocina griega. Pedimos giouvetsi, una carne de pollo horneada en olla de barro. La acompañamos con una botella de Retsina, un vino rosado con fresco aroma de pinotea. Cumpliendo el rito establecido, otro día salimos a caminar. Hacía un frío del carajo. Nos metimos en la boca del Métro Havre y abordamos la formación en dirección a Gallieni. Pasamos por la estaciones Opera, Quatre septembre, Bouerse, Sentier y descendimos en Sébastopol. En un pasaje del túnel, un joven acompañado de una guitarra acústica, cantaba en inglés “Hotel California”, tema de la banda Eagles. En un sombrero tejano atesoraba monedas y billetes que aportaban los pasajeros. Cada vez que escucho esa canción me acuerdo de mi amigo Sergio, que sigue anclado en París con su familia. Hombre de acción, de pocas pero precisas palabras. El pelo duro y canoso. El rostro modelado a cal y canto, como el barrio de las mil casas de Tolosa, donde nació y se crió.

El relato de ficción escrito por el Chavez con “z” contaba una escena similar, en la misma ciudad pero en otra época del año. Se ambientaba en el inicio de la primavera europea. Los cajones de cerezas puestos para la venta en las veredas de los comercios no dejaban dudas sobre la partida del invierno. Los dos amigos caminaban por los quais, muelles de carga y descarga en las orillas del Sena. En un cruce tomaron por una transversal y entraron en un parque enrejado. El portón que cerraban durante la noche y abrían por la mañana. Se sentaron en un banco de madera y quedaron en silencio. Al rato Sergio preguntó:

­­–¿Qué estás leyendo últimamente?

–Estoy siguiendo a Marguerite Duras.

Tengo vistos dos libros de ella y ahora empecé El Dolor, un diario personal que escribió en su juventud. En ese momento los franceses se debatían entre el dolor y la alegría de la victoria. Era el fin de la guerra y los prisioneros volvían de los campos de concentración alemanes.

–¿Y vos? –preguntó el amigo.

–Estoy leyendo La Madre, de Máximo Gorki –contestó. Un texto sólido como esta cámara de fotos soviética que me compré la semana pasada. Volvieron a quedar sumidos en un largo mutismo, que se rompió con una nueva pregunta de Sergio.

–Decime la verdad Negro, ¿vos creés que vamos a poder volver algún día?

La respuesta fue un silencio que los envolvió como una nube. Los amigos permanecían quietos con la mirada fija en el arco de salida. Observaban cómo la reja se cerraba lentamente. Con la misma cadencia con que se plegaba la hoja del portón, comenzaron a encenderse las luces de la ciudad. La escena sugería un antes y un después. Previo a que el cerco perimetral se completara clausurando el parque, se pararon y salieron. El portón se cerró tras ellos.

 

En el momento que leí el texto de Chavez con “z” estaba en casa con los chicos. El diario El Día de La Plata, abierto sobre la mesa, dejaba precisar la fecha, lunes 27 de abril de 2014. Antes de que termináramos de tomar el café con leche sonó el teléfono. Era Sergio desde París. No era la primera vez que lo hacía; nos veníamos comunicando por fono y mail con cierta frecuencia. Sin embargo, hacía 34 años que no nos veíamos.

–¿Cómo estás? –le pregunté.

–Bien –contestó–; el tiempo está más agradable aquí en París. El invierno se fue y los parques están cubiertos de flores. Te llamé para decirte que estoy preparado para volver, sólo necesito ayuda.

–Quedate tranqui, loco, te vamos a esperar con bombos y platillos –le dije, y cortamos.

 

Cuando colgó, me quedó la duda de si había llamado desde la historia real del Chaves con “s” o desde la ficción del Chaves con “z”.

Según uno de mis hermanos, que se ocupa de indagar sobre el pasado familiar, estos enredos con el apellido que se nos presentan a menudo tienen que ver con el origen errático de nuestra familia. Sabemos que somos mestizos, sobre esto no tenemos dudas. Lo demás está por verse. Una de nuestras abuelas firmaba: Delicia Chaves de Chaves. Nadie nos explicó nunca esa coincidencia. La abuela casada con un primo o la abuela enamorada de un indio riojano, que al documentarse se puso el apellido de quien lo empleaba. Un misterio perdura oculto en los pliegues de la memoria. Será una forma de cuidarse, una estrategia familiar, que en sus orígenes sirvió para sortear el acoso de la Inquisición, la diáspora, y después, de las dictaduras latinoamericanas. Secreto de familia o sabiduría internalizada que perdura y se niega a ser revelada.

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