En una cálida jornada de cine y dibujo colectivo, el “sitio de la memoria habitada” ubicado en 63 entre 15 y 16 conmemoró los 38 años del golpe con la participación de jóvenes de distintos barrios y reflexiones sobre los crímenes de ayer de hoy.
Por Josefina Garzillo
«La mayoría de las veces la cabeza se me vuela como un pájaro.
Vuela y vuela cada vez más alto»
(Del documental Como un león)
Es sábado a la tarde y el sol del primer otoño cae con suavidad sobre las paredes del Bichicuí. Varias personas están restaurando el mural de la fachada de la Casa de la Memoria Habitada, como así eligió llamarla Nicolás Berardi Gau (hijo de María Isabel Gau y Adolfo José Berardi, asesinados ahí mismo por la última dictadura cívico militar, el 22 de noviembre del ’76) cuando la recuperó en 2004.
1976 – 2004. Casi 30 años tuvieron que pasar para que el domicilio de 63 entre 15 y 16 se convierta en lo que es hoy: hogar de cuatro personas y espacio de memoria para el barrio y toda la comunidad. «Desde el principio Nicolás quiso que este lugar esté habitado por personas que lo necesitan y así fue», cuenta una chica de Tandil que vivió ahí un tiempo, mientras nos hace una guía íntima entre las enredaderas y otras decenas de plantas que copan el patio trasero de la casa. Agrega que hoy está «de visita», acompañando la actividad que La Casa armó en el marco de la semana de la memoria. Por eso Bichicui es un tránsito constante de jóvenes, chicos y grandes con mate en mano.
La calidez de la jornada es tanta que contrasta con el horror de cuyo inicio se cumplen 38 años. «Esta es nuestra forma de afrontar la memoria. Quizá a algunos les parecería mejor dejar todo intacto. Por nuestra parte entendemos que habitándola, abriéndola, nos acercamos al barrio para que recupere esta historia que es de todos», resumen desde La Casa.
Las voces de las memorias
A las ocho de la tarde, cuando el sol ya no alumbra como para seguir el mural, se improvisa un cine en el living. Así vamos entrando y nos amuchamos para que entre uno más y otro y otro…
Repartidos y silenciosos entre el público están los chicos del barrio El Futuro (en La Cumbre) y Ringuelet. Ellos vienen a compartirnos las producciones audiovisuales que hicieron durante el año para el Programa Jóvenes y Memoria, que anualmente genera un encuentro de miles de chicos y chicas en Chapadmalal en torno a temas de la historia reciente y derechos humanos.
¿Quién dice que no puedo ser yo también? es el primer corto. En él, los chicos de La Cumbre cuentan la historia del «Chino», un chico del barrio que fue asesinado a los 19 años a la salida de un cumpleaños, también un 22 de noviembre como a los papás de Nicolás Berardi Gau. Al Chino no lo mató el terrorismo de estado sino todo lo que vino después. «Para nosotros de la muerte del Chino sólo se ve la punta del iceberg: que lo mataron, que en el barrio no era bien visto, pero nadie ve las cuestiones de fondo, nadie pregunta los porqué”, explica uno de los autores del documental. Nadie mira las causas que los chicos escribieron en el pizarrón del aula cuando producían el corto: «hambre, falta de una familia que lo contenga y de un hospital cerca», entre una larga lista de derechos vulnerados.
Después de la proyección hablan más realizadores y un amigo del Chino, que desde el primer momento abrazó la iniciativa de contar ese crimen tan común y amenazante para los chicos pobres de los barrios que «nos vestimos con ropa deportiva y nos juntamos en una esquina porque no tenemos plazas».
En la sala entera aplaudimos el compromiso grupal y reflexionamos sobre los crímenes de ayer y de hoy, de ese tejido social tan fundamental que desgarró la dictadura y del abandono y la discriminación con que se tiñó a las zonas más humildes.
Le sigue el turno al grupo de Ringuelet, que llegó con la valija llena de historias. Jonathan cuenta que llevan casi una década metidos en el mundo del cine, que el punto de encuentro fue en una copa de leche que hoy ya no existe, pero que fue la semilla de la organización. «Nuestro taller se llama Diego Rodríguez, en memoria de un hombre que murió, de los más grosos, que luchó mucho por el barrio. Cuando nos quedamos sin el comedor se nos hizo difícil juntarnos con el taller pero seguimos». Al lado suyo está Axel, compañero del grupo. Los dos se ríen y dicen ser «los más viejos». Tienen 20 años y arrancaron a contar historias con cámara en mano apenas pasaban los 10.
El primer corto que vemos es «Mi barrio – Nosotros lo contamos», historias del Ringuelet lindero al arroyo El Gato: el barrio desde las voces de los propios vecinos que comparten su vida cotidiana. Le sigue «Como un león«, otra historia en primera persona: esta vez la de un nene que sale a trabajar para ayudar a su familia. El micro cine cierra con «Lo que el agua no se llevó«, una crónica sobre la fuerza de la solidaridad barrial frente al abandono gubernamental, en la tragedia del 2 de abril. «El año pasado estábamos por trabajar sobre las historias de los desaparecidos del barrio, pero vino la inundación. Este año sí nos vamos a meter con ese tema», cuenta Jonathan a La Pulseada después del último video.
El proyector se apaga pero las conversaciones continúan. Los chicos de Ringuelet y La Cumbre intercambian experiencias, el mate rueda y rueda en círculos que ondulan por la habitación.
En el fondo del patio, se le da el último hervor a un guiso de lentejas. Empiezan a pasarse de mano en mano, ahora, los platos calentitos. El cielo está despejado y la noche, más que cálida. Hay gente comiendo adentro, afuera, en los pasillos. Mucho para compartir. Son las 10 de la noche y el Bichicui sigue abierto de par en par.