Ella es su abuela y lo buscó desde que se enteró que él nació durante el cautiverio de su madre. Se reencontraron 40 años después. En el medio, ella perdió a su otra nieta, quien no soportó el dolor de no encontrar a su hermano. La foto que debió haber sido y no fue por el plan sistemático de robo de bebés
La verdad, como un perfume
de naranjas ácidas
que refresca
el aire y aún en el amargor
todo lo vuelve
más liviano.
Ángela Pradelli
Texto Soledad Iparraguirre
Fotos S. I. y archivo
Martín Ogando es el nieto N° 118 recuperado por Abuelas de Plaza de Mayo, en noviembre pasado se cumplieron cuatro años de su restitución. Martín es hijo de Stella Maris Montesano y Jorge Ogando, secuestrados el 16 de octubre de 1976 en La Plata. Ella estaba embarazada de ocho meses y parió en el Pozo de Banfield, centro de tortura y exterminio donde estuvieron detenidos. Virginia Ogando, la hermana de Martín, no pudo abrazarlo; en 2011 se quitó la vida tras años de búsqueda. Su abuela Delia Giovanola es una de las doce fundadoras de aquel grupo de mujeres que a 44 años del inicio de la más cruenta dictadura cívico militar sigue buscando a los casi 350 nietos que faltan. Abuela y nieto dialogaron con La Pulseada y compartieron la emoción vivida tras 39 años de ausencias y dolor.
Giovanola abre la puerta de su departamento de Villa Ballester, en el norte del Gran Buenos Aires. Es pequeño, cálido y está repleto de retratos familiares. Un enorme cuadro, uno de los tantos regalos que la abuela Delia recibe, los muestra unidos en una postal familiar imaginaria, en un presente truncado. El joven matrimonio, sus hijos Virginia y Martín, y ella, con la sonrisa afincada en el rostro emocionado cuando supo que había recuperado a su nieto. “Lo que debió haber sido, lo que nos arrebataron”, escribió Martín para el 42° aniversario del golpe de Estado, en su cuenta de Facebook.
Delia Cecilia Giovanola nació en La Plata, en 1926. Hija de un escultor y una ama de casa, transitó una infancia apacible e inocente. Tuvo dos hermanos y quizá, por ser la del medio, desde pequeña se caracterizó por su afán conciliador. A los 17 se recibió de maestra. Ejerció la docencia y comenzó a dar clases en una escuela de Tolosa. Mucho antes le había tomado el gusto a la enseñanza; en la secundaria ya daba clases particulares a primas, amigas y cuanto compañero lo necesitara. A los 15 años se puso de novia con Jorge Ogando con quien se casó y tuvo a “Jorgito”, “el hijo querido, el hijo deseado”. Fue directora de escuela y bibliotecaria. El primer golpe de su vida fue la temprana partida de su compañero. Jorge enfermó de cáncer y murió el 5 de abril de 1963, a los 42 años. Durante un tiempo, sola al cuidado de su hijo, Delia mantuvo tres empleos, como docente y siendo secretaria en el Instituto de Previsión Social. El 10 de diciembre de 1968 se volvió a casar, con Pablo Califano. Compartirían el resto de sus vidas hasta la muerte de Pablo a los 90 años, en 2013.
“Se llevaron a los chicos”
El 16 de octubre de 1976 una patota del Ejército secuestró a Stella Maris Montesano y Jorge Ogando en su casa de calle 12. Vivían en el barrio del Parque Saavedra, frente a la iglesia San Francisco de Asís, donde décadas antes se habían casado Juan Domingo Perón y Eva Duarte. Stella Maris era abogada laboralista y Jorge empleado del Banco Provincia. Virginia, la pequeña hija del matrimonio, quedó en la cuna, en la soledad de aquella casa arrasada. Tenía tres años. Un efectivo avisó a los vecinos que quedaba una nena sola.
Tiempo atrás habían dado alojamiento a un amigo del primo de Jorge, Emilio Ogando. Se trataba de Edgardo Miguel Ángel Andreu, a quien Virginia apodaba Bigo por sus densos bigotes. Oriundo de Bahía Blanca, Andreu fue convocado para la colimba y temía dejar sola a su esposa, Norma Robert. Los Ogando la alojaron en su casa. En septiembre del 76, Andreu regresó a la ciudad. Fue secuestrado el 5 de octubre también en las cercanías del Parque Saavedra cuando salía a buscar alquiler. Continúa desaparecido. Norma viajó a Carhué, y una patota se la llevó de la casa de sus padres. Dijeron que la llevarían a declarar. Nunca más supieron de ella. Sus restos fueron recuperados en 2006 por el Equipo Argentino de Antropología Forense. Cuando Bigo desapareció, Jorge quiso saber qué había pasado y fue a la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPBA), organismo abocado a funciones de espionaje y persecución sobre obreros y estudiantes.
Delia mantuvo una rutina que sacudiera lo menos posible el cotidiano de su nieta. Ante la ausencia, le respondía que sus padres estaban en tribunales, declarando.
“Tenía la certeza de que ellos no tenían nada que ver, estaba segura. Nunca supe que militaran en ninguna organización. A Jorgito no le interesaba la política, no la mamó en casa, porque en casa no se hablaba de política. Pienso que Stella Maris quizás sí, por su trabajo y su paso por la facultad. Jorge me decía que cuando regresaba del trabajo se compraba el diario y lo leía en el tren para charlar a la noche con ella. Una vez me contó que Bigo hacía reuniones en su casa. Él no se sentía cómodo, así que se iba con Virginia, a veces los tres, a pasear o pasar el rato por ahí. Cuando Bigo desapareció, Jorgito fue a hacer la denuncia de la desaparición. Ahí le hicieron todo tipo de preguntas: dónde vivía, cómo estaba conformada su familia, qué vínculo tenía con Bigo, quien lo había enviado allí. Contó todo. Se metió, sin saberlo, en la mismísima boca del lobo”, explica Delia.
“Se llevaron a los chicos. Encapuchados”, oyó Delia del otro lado del teléfono aquella fatídica mañana de primavera. La voz temblorosa de Liliana, melliza de Stella, intentaba responder las preguntas que se agolparon en su cabeza. “No imaginaba lo que estaba pasando. No tenía idea de lo que ocurría”, recuerda la hoy abuela. Viajó a La Plata y buscó hablar con los vecinos, pero se topó con silencios y puertas que se cerraron. Recogió a Virginia –en ese momento al cuidado de su tía materna– y se la llevó a Villa Ballester. Delia mantuvo una rutina que sacudiera lo menos posible el cotidiano de su nieta. La anotó en el jardín y, ante las preguntas de Virginia, respondía que sus padres estaban en tribunales, declarando. A la niña, ese ámbito le resultaba familiar. No lloró ni volvió a preguntar por ellos. Virginia transitó una infancia apacible y feliz, incapaz de indagar más allá sobre la ausencia de sus padres.
Delia iniciaba, a la par, un recorrido desconocido, forzado. En ese tiempo, Giovanola era directora de la escuela 80 en Villa Ballester, empleo al que pronto renunció para abocarse de lleno a la búsqueda. Recorrió hospitales, comisarías y juzgados. Adela Atencio buscaba a su único hijo desaparecido y se contactó con ella. Le contó que había mujeres que se reunían en Plaza de Mayo. Delia no creyó que ir sirviera de algo, pero la insistencia de aquella mujer pudo más y a fines del 76 partieron juntas a la histórica plaza.
Ese primer día, conoció a Azucena Villaflor, madre fundadora, secuestrada y desaparecida por el genocida Alfredo Astiz. “Éramos un grupo de cuatro o cinco mujeres. Azucena tenía un block oficio en el que anotaba todos los datos, de los chicos, de dónde se los habían llevado, fechas, todo. Me sentí acompañada. A partir de ahí fue una necesidad ir cada jueves”, cuenta Delia.
–¿Cómo recordás el nacimiento de Abuelas?
–Habíamos empezado a reunirnos clandestinamente. En nuestras casas, en cafés, simulábamos festejar algún cumpleaños. Cada semana éramos más y más. Un día, ya hacía rato la policía nos había pedido que circulemos, así que caminábamos tomadas del brazo, de a dos. Y una de ellas se salió de la ronda y dijo: las que tengan hijas o nueras embarazadas vengan a otra fila. Y me aparté, no había caído en la cuenta de que mi nieto tenía que haber nacido. Y empezamos. Ese día, que fue en abril de 1977, fue el nacimiento de Abuelas, no todavía como institución sino como grupo de madres que empezaba otra búsqueda. Era otra cosa, buscar al nieto era distinto. Al comienzo, fuimos las Abuelas Argentinas con Nietitos Desaparecidos. Había que recorrer juzgados de menores, centros de adopción, casas cuna y todo lo que tuviera que ver con minoridad. Se negaban a recibirnos los hábeas corpus que presentábamos por ellos, porque nos faltaban datos. Y nos distribuimos tareas. Una vez me tocó hablar con el periodista Robert Cox, (director de The Buenos Aires Herald), que era el único que nos publicaba las solicitadas y nos recibía con cariño y predisposición. Él nos dijo que le constaba que había listas de militares que esperaban un bebé. Luego supimos que el robo de bebés fue un plan sistemático perpetrado por la dictadura. Pero en ese momento no lo imaginábamos. Las abuelas fuimos paridas por las madres, siempre lo sentí así. Porque muchas éramos en un principio madres que buscábamos a nuestros hijos. Sin abandonar esa búsqueda, tuvimos que iniciar otra, en la más absoluta soledad. Algunas teníamos a nuestros maridos, pero sobre todo, nos teníamos a nosotras.
“Dios no estuvo ahí”
En 1979 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos arribó al país. Mientras hacía la fila para presentar su caso, otra madre de La Plata, Herenia Sánchez Viamonte, le contó que una sobreviviente había estado detenida junto a Stella. Delia supo, por primera vez, que su nuera había parido en cautiverio.
“Me cuenta que una liberada decía haber compartido celda con Stella. No me animé a encontrarme con ella por temor a que nos pasara algo, a Virginia o a mí. Era tan fuerte el miedo todavía. En el 83, en democracia, con mucho temor, me entrevisto con ella. Era Alicia Carminatti. Nos encontramos en una confitería en Pueyrredón y Las Heras, muy vigiladas desde otra mesa en la que estaban mis hermanos. Charlamos durante horas. Yo quería saber detalles de la vida en cautiverio, saber cómo habían vivido los chicos. Me había hecho una lista con las preguntas que tenía para hacerle. Con el tiempo me di cuenta de que de nada servía saber todo eso. Habían sido años de no dormir pensando cómo estarían. Imaginarlo era peor que saber”.
“Las abuelas fuimos paridas por las madres, siempre lo sentí así. Porque muchas éramos en un principio, madres que buscábamos a nuestros hijos”
Por el testimonio de sobrevivientes del Pozo de Banfield, se supo que cuando Stella Maris empezó con el trabajo de parto los compañeros allí detenidos gritaron llamando a los carceleros. Que la llevaron a otra habitación. Que parió sobre un camastro metálico y esposada. Que una estudiante de Medicina, Graciela Pujol –también desaparecida– la asistió. Tras haber dado a luz nada más se supo de ella. Jorge y Stella Maris continúan desaparecidos.
Entre 2006 y 2008, Abuelas recibió tres denuncias anónimas. Decían que un joven inscripto como hijo propio por un matrimonio podía llegar a ser hijo de desaparecidos. También se indicaba que en su familia circulaba el rumor de que había nacido en un centro clandestino de detención.
Virginia transitó su infancia y adolescencia incapaz de indagar qué había ocurrido con sus padres. A los 18 años entró a trabajar en el Banco Provincia (Jorge conformaba la lista de empleados bancarios desaparecidos) y comenzó la infatigable búsqueda de su hermano Martín. Empezó a frecuentar la sede de Abuelas, militó en Hijos y Hermanos, brindó charlas y colaboró activamente en el documental Hermanos de Sangre, del periodista platense Fabián Vitola, proyectado en escuelas, espacios de memoria y centros culturales. En 2011, presa de una profunda depresión, se suicidó.
“Fue una fiel compañera y amiga. Tuvimos una relación madre–hija increíble. No fue lo buscado, fue lo que nos salió. Vicki era hermosa, estaba siempre rodeada de amigos y cuando decidió buscar a su hermano, tras años de permanecer en silencio, lo hizo con todo. Virginia lo buscó donde le fue posible. Y tanto lo soñó”, dice Delia. Ella, que mantiene una entereza inalterable, que aprendió a bucear en los más aciagos recuerdos, ante las fotos de su nieta desordenadas sobre la mesa, se quiebra.
Baile con los arcángeles
Noviembre de 2015. Delia se dirigía al Centro Cultural Kirchner cuando sonó su celular. “Cambio de planes, venite a Abuelas”, le dijeron. Casi llegando a la sede, un segundo llamado la impacientó. Pero no imaginó que ese día, su vida daría otro vuelco. Esta vez, hacia el abrazo postergado, hacia el encuentro de la verdad.
“Llegué a Abuelas y estaban todos con cara larga. Me voy, dije. Y me frenaron. ‘Delia, encontramos a tu nieto’. Encontramos a Martín. Como no caí fulminada, empecé a gritar, a reír, llorar. No lo podía creer. Tenía 39 años de emociones acumuladas. La sede de Abuelas se llenó de familia y de amigos, como pasa con cada restitución, que es una verdadera fiesta para nosotras. Siempre están presentes algunos de los nietos recuperados que trabajan con nosotras y forman parte de la comisión directiva. Ese mismo día, Martín pidió hablar conmigo. Yo gritaba ‘Martín, ¡sos vos Martín!’. Por un momento se quedó callado y me preocupé. Hablamos largo rato y le pregunté si lo podía volver a llamar. ‘¿Cómo no me vas a poder llamar, abuela, si me buscaste toda una vida?’ me dijo. Nunca había pasado algo semejante, que el mismo día de la noticia, un nieto quisiera hablar”.
Martín transitó su vida llamándose Diego. Siempre supo que había sido adoptado. Durante años, temió que quienes lo criaron se vieran complicados ante la justicia
Martín transitó su vida llamándose Diego. Siempre supo que había sido adoptado. Fue criado con amor y creció queriendo conocer su verdadera identidad. Durante años, temió que quienes lo adoptaron ilegalmente se vieran complicados ante la Justicia. Cuando en 2015 murió Armando, quien lo crió, dio el paso y se acercó a Abuelas. “Creo ser hijo de desaparecidos”, explicó. Tomaron su caso y comenzaron a investigar. A los pocos días, accedió a la extracción de sangre vía consulado porque estaba radicado en Estados Unidos, donde vive desde los 22 años. Pasaron los meses y creyó que ya no tendría novedades. El Banco Nacional de Datos Genéticos se mudaba del hospital Durand y los tiempos de espera se alargaron. En noviembre, recibió el llamado de Abuelas. Se había confirmado que era Martín, hijo de Stella Maris y Jorge, nacido en cautiverio el 5 de diciembre de 1976. Su abuela lo había buscado toda la vida. “Es cierto que ella me encontró pero también yo la estaba buscando”.
Meses antes, en marzo de ese mismo año, Delia había viajado al sur argentino. Tras una conmovedora presentación en El Calafate, en la que narró su historia una vez más, el párroco del lugar se acercó a despedirla y le aseguró: “Pronto vas a encontrar a Martín. Anoche, en la misa, coloqué el pañuelo blanco sobre el atrio y Virginia bailó con los arcángeles”. Ella, agradeció, creyendo que el mensaje era un genuino deseo más. A los pocos días, Martín se acercaba a Abuelas con su mochila cargada de deseos y dudas, iniciando el trámite de presentación espontánea.
“Lo recuerdo y me conmuevo. Ese año, desde marzo a diciembre, estuvo plagado de anuncios y la sentí a Virginia más cerca que nunca. Me parece increíble a mí, cómo no le va a parecer increíble a la gente. Luego de lo de Calafate, tuve la oportunidad de viajar a Londres y presentar el documental que hiciera Vicki en la embajada. Un amigo me contactó con un matrimonio de allá y cuando me llamaban para organizar todo, ante cada traba que se presentaba, ellos de inmediato iban resolviendo. Tenía miedo de no saber cómo llegar, del idioma. Pero todo se resolvía. Allá, en Londres, sentí que se me abría otra puerta y lo dije. Porque Martín y todos los nietos pueden estar en cualquier parte del mundo. Cuando regresé a Argentina, a los pocos días, teníamos la noticia de la restitución”.
“Para mí la identidad tiene que ver con eso. Tiene que ver con lo que yo tendría que haber sido, los nombres que tendría que haber usado, la fecha de cumpleaños que debí haber celebrado” (Martín Ogando)
Desde aquella charla telefónica inicial, interrumpida y emocionada, abuela y nieto hablan todos los días. A ella se le volvió costumbre que Martín, donde quiera que esté, le envíe un WhatsApp cada mañana que dice “Hola, abu ¿Cómo estás? ¿Cómo es tu día hoy?”. Un mensaje disparador de un diálogo que seguirá por distintos medios, durante la jornada. Ella cuenta a quien quiera escucharla que es el mejor nieto que pudo haber imaginado. Y sonríen cómplices, cuando se retan mutuamente por quién ceba los mejores mates o cuando él llega tarde a visitarla, como la primera vez que le tocó timbre, recién llegado de Estados Unidos y ella pegó media vuelta, simulando una ofensa tras señalarle el reloj.
–¿Cómo fue enterarte de tu verdadero origen? ¿Qué implica el proceso de restitución de tu verdadera identidad?
–Cuando me llamaron de la CONADI, se despacharon con todo. Me preguntaron si estaba sentado y me dijeron que me llamaba Martín, que era hijo de Stella Maris y Jorge, que estaban desaparecidos, tenía una abuela muy querida y reconocida, una hermana que me había buscado toda la vida y bueno, traté de ir asimilando todo. Lo de Vicki es muy fuerte, lo que más me cuesta procesar. Es que no se puede creer. También es fuerte que te digan que naciste en un centro clandestino de detención y saber luego en qué condiciones. A veces lo cuento y parece la historia de otra persona. Mi identidad implica poder conocer el nombre que me iban a poner mis padres que era Martín, además de conocer el apellido que tendría que haber usado toda mi vida que es Ogando, el apellido de mi mamá, Montesano. Conocer la fecha en que nací, porque siempre celebré mi cumpleaños el 17 de diciembre y nací un día 5. Para mí la identidad tiene que ver con eso. Tiene que ver con lo que yo tendría que haber sido, los nombres que tendría que haber usado, la fecha de cumpleaños que debí haber celebrado. No es que deje de ser Diego Berestycki, quien siempre fui: Martín Ogando se acopla a Diego Berestycki y viceversa.
Cuando en diciembre de 2015 viajó por primera vez a conocer a su abuela, Martín recibió la caja de la memoria, una caja que Abuelas entrega a cada nieto con retazos de sus vidas diezmadas. “Me acuerdo que me entregaron una caja grande, blanca, de cartón duro. Ahí había fotos de mis padres, de Vicki, de mi familia; casetes, los de antes, en formato VHS, pasados a CD, el documental que hizo Vicki, Hermanos de sangre, todo eso. Fue muy emocionante”, recuerda Martín en la intimidad del departamento de su abuela. Sus ojos claros (muchos dicen que tiene la misma mirada que Vicki) se cruzan con los de Delia. La abuela sonriente, tenaz, jocosa, a quien muchas veces la risa la salvó. La abuela que a sus 94 recién cumplidos asiste semanalmente a las reuniones de comisión, abrazada por muchos de los nietos recuperados que las acompañan. “No soy una heroína, cualquier madre hubiera salido como lo hice yo, como lo hicimos todas”, suele repetir. Delia comprendió que como en el juego de la escondida, el juego termina recién cuando aparecen todos.
2 commentsOn El abrazo arrebatado
Dolorosa historia, consecuencias terribles para los sobrevivientes, especialmente para los hijos y los nietos. No se cómo es posible superar un dolor semejante, es totalmente incomprensible, no me cabe en la cabeza. Lo que hicieron las dictaduras Latinoamericas -porque no pasó en Argentina únicamente- fue pavoroso y ha dejado secuelas permanentes.