Figura incómoda de la música popular, el Chango Farías Gómez fue el nómade perfecto de una tribu llamada proyección folklórica. En la larga excursión por paisajes, lugares y climas, La Plata fue una estación preferida. De generación en generación, camadas de músicos que de la noche a la mañana fueron compañeros de viaje, lo recuerdan con alegría y destacan cómo mezclaba lo distinto para construir un sonido nuestro y en permanente movimiento. En este informe especial, el testimonio del Mono Izarrualde, Pablo Giménez, Néstor Gómez, Oscar Escalada, Sergio Pujol y Guillermo Masi.
Por Juan Manuel Mannarino
Como Atahualpa Yupanqui, por donde caminó dejó una marca. Hacedor indómito de la “música argentina”, como le gustaba llamar a la inabarcable mezcla de ritmos, melodías y armonías que la componen. Porque, para el Chango Farías Gómez, el folklore era el nombre con que los conservadores de la cultura habían llamado a una música que de conservadora nada tiene. Folklore, decía, suena a algo estático: a una identidad de museo, a una línea que corta la evolución. Prefería llamarlo “proyección folklórica”: una masa en movimiento, de temblores y no de remansos, que se hace haciéndose, que se renueva de generación a generación.
El Chango era compositor, fino arreglador, cantante y multi instrumentista. Tocaba la guitarra, el bombo, y le ponía esa voz tensa, a punto de quebrarse, a sus chacareras-afros, a las zambas-bossa novas, a las vidalas-rumbas. Sólo escuchar las versiones de “Alfonsina y el mar”, “Zamba del grillo” y “Chacarera santiagueña” para deleitar el oído ante la sutil orfebrería de la fusión. Parece ser un sonido joven pero el Chango, antes que nadie, unió una batería con un caja vidalera, una trompeta con un bandoneón, un bajo eléctrico con un bombo legüero.
Farías Gómez fue, más que todo, un incansable maestro, aventurero de energía siempre joven, descubridor de talentos, capaz de sacar de las sombras a un músico anónimo y pulirlo como un diamante en bruto. En esa férrea voluntad de abrir puertas, fue promotor de notables experiencias culturales, formaciones legendarias como Los Huanca Hua, el Grupo Vocal Argentino, Músicos Populares Argentinos (MPA) y La Manija.
No dudan los que resaltan el tesón, la convicción y la curiosidad de un hombre que, en 50 años de carrera hizo de la música argentina todas las músicas posibles y construyó puentes entre lo clásico y lo moderno, lo africano y lo hispánico, lo criollo y lo contemporáneo. Peleó contra el establishment cultural con las armas de un guerrero que nunca se guardó nada, aún perdiendo frente a la industria musical y el rechazo de los puristas. A los que, sin pelos en la lengua, no cansaba de explicar, con un conocimiento agudo de las raíces y las vertientes de la música popular, que los que parecen ser instrumentos nuestros son de otros: el bandoneón y el violín son europeos y el bombo es africano, decía con la ironía con la que Atahualpa se burlaba de sus arreglos vocales.
Un ser que nunca perdió el sentido del juego, con el humor negro y la megalomanía de un alma incorregible y contradictoria, que siendo peronista se reía de la mitología justicialista, que siendo irreverente con el poder llegó a apoyar el menemismo, fue legislador por la lista del Macri y terminó adhiriendo al kirchnerismo.
Entre las giras nacionales, la estadía en Buenos Aires y el exilio europeo, La Plata no fue un lugar de paso. Aquí, el Chango se movió como pez en el agua. Tocó en peñas, en innumerables conciertos y, aún más importante, conoció a muchos músicos, de los cuales fue maestro, amigo y compañero.
Quienes lo conocieron hablan del Chango como si fuera un amigo generoso. Un espíritu inquieto, insoportablemente activo, cultor de la juntada grupal y notable motivador de la pasión musical. Alguien que supo sacar de cada uno lo mejor para potenciarlo en los ensambles vocales e instrumentales. Así lo recuerda Sergio Pujol: como un inventor todo terreno, un folklorista con swing.
El trotamundos de las fronteras rotas, de la verborragia a flor de piel, del hombre soberbio y obstinado que sabe que, aunque ignorado, siempre se impondrá. El término “chimichurri”, inventado por el músico Pablo Giménez, define su búsqueda incesante por un sabor picante. Giménez, bajista berissense, lo conoció como muchos: golpeándole la puerta de la casa, como un desconocido, para en pocos minutos ser uno más de la troupe sonora tan mística como mundana que celebraba como anfitrión de ceremonias.
El legado del Chango, para la música argentina, es insoslayable. Y los músicos de la escena platense lo agitan todos los martes en el Teatro del Viejo Mercado del Abasto con una orquesta popular de cámara, su última invención. Algo así como música clásica argentina, como le gustaba llamarla a él. Es el mejor homenaje: un sonido que seguirá vivo, en movimiento, hecho más de temblores que de remansos.
Música de maíz
Tocaron juntos en Europa. Al poco tiempo, con Jacinto Piedra, Peteco Carabajal y Verónica Condomí, formaron Músicos Populares Argentinos (MPA). El flautista platense, Rubén Mono Izarrualde, entrevistado para La Pulseada por Cecilia Guerrero Dewey, cuenta por qué ese sonido marcó un rumbo.
Un japonés para a Rubén Mono Izarrualde en la calle y le pregunta por qué camina así, con un pie para cada lado. “Será que usted es de la ciudad de las diagonales”, le dice. Entonces, Mono corrige su paso indeciso y toma una dirección. Lo mismo sucedió, cuenta, con la música argentina, ese legado que hace 35 años le dejó el Chango Farías Gómez sin notarlo, cuando una noche los encontró juntos en Islas Canarias, tocando en un escenario lejos de casa, a él con su flauta traversa, al Chango con su bombo.
“Él me ayudo, porque a partir de ese encuentro, yo cambié mi sonido, mi forma de expresión, empecé a usarla de otro modo y tiene que ver con esto que soy ahora”, dice.
Desde muy pequeño, Rubén Izarrualde tuvo que elegir la dirección. Tenía 7 años y estaba empecinado en aprender a leer partituras. Entró al Conservatorio de música provincial y como no había cupo para piano ni guitarra, fue a buscar otro instrumento. Entonces Antonio Russo, un corista de temer, le dijo que buscara un sonido que lo subyugara. Subyugar: la palabra le encantó, era algo más que gustarle, algo que tenía que latirle por todo el cuerpo. Con los años, se volvió un aerofonista implacable, que boyaba entre el rock, el folklore y la bossa nova.
La primera vez que Chango lo emocionó fue en un recital del trío, con Dino Saluzzi y Kelo Palacios. Había talento de sobra sobre el escenario, pero el viejo volvía a subyugarlo. Supo, por la misma razón, que había elegido el viento, que tenía que acompañar a ese hombre y a ese sonido.
Cuando ambos volvieron de Europa, después de aquella noche en Islas Canarias, Mono abrazó la sombra de Farías Gómez. Una sombra leal, de carácter propio y talento letal. La sombra guardiana de la “Vidala para mi sombra”:
“Sombrita cuídame mucho / lo que tengas que dejar /
cuando me moje hasta adentro / la oscuridad”
“Este hombre que falleció, es un tipo que dejó mucho: el que no lo ve, el que no lo palpa, qué se yo… que se joda, vivirá en un frasco solo. Desde los Huanca Hua que Chango viene arrastrando. No dio una vuelta de tuerca, dio varias vueltas de tuerca. El tipo daba aire fresco. Un contemporáneo de Piazzolla. Era tan importante como lo fue Astor, que era un erudito y el Chango era un intuitivo, un personaje con toda la tierra adentro, como bien dice Maturana. No era tan mental como Astor; el Chango era más visceral. Usaba mucho el balero, era un gran pensador, pero en la música era tremendo”.
A fines del 82, cuando la dictadura estaba débil para hacer correr más sangre, y la música popular levantaba cabeza, Farías Gómez lo invita al Mono a participar del espectáculo Los Amigos del Chango en el bar El Ciudadano de Palermo. Un espacio de comunión, que le expropiaba la improvisación al jazz para inyectarle adrenalina y espontaneidad a la música argentina. Después vendrá Memorial de los Cielos. ¿Quiénes sino Cuchi Leguizamón y Chango Farías Gómez, en un encuentro íntimo, podrían dar cuenta de lo que sucedía allá arriba?
“Chango era un tipo entrañable, que te pasaba sus cosas, te incluía, no tenía egoísmo. Pensá que en ese encuentro con el Cuchi tuve la oportunidad de hacer la primera versión que existe de ‘La Viuda’ en flauta baja. Unos años después, voy a recibir el mejor piropo de parte de la esposa de Cuchi. Me encuentra en el Teatro Cooperativa y me dice: ‘¿Usted no se acuerda de mi? Yo soy la señora del Cuchi Leguizamón. ¿Le pudo decir algo? El espectáculo que hicieron con el Cuchi, fue el mejor espectáculo que hizo el Cuchi Leguizamón’. Dicho por una persona que lo amaba, dicho por ella. Eso me garpó todo, me quedé realmente helado”.
La vuelta de la democracia creó la necesidad de hacer otra cosa con la música argentina, de darle aire fresco a un folklore que había quedado noqueado después de la dictadura. Chango tenía las herramientas y una idea para la que convocó a Izarrualde y Verónica Condomí, que traía poder en la voz. Después a Peteco Carabajal, un compositor necesario y a Jacinto Piedra, talento santiagueño, héroe prematuro del aire de chacarera.
Fue en una tarde de invierno. Los juntó a todos en su departamento cerca de Chacarita. Peteco y Jacinto no conocían a nadie. Estaban tímidos. Enseguida Jacinto agarró la guitarra y Peteco el violín. Para sacarse el frío, se pusieron a tocar “Puente Carretero” y el Chango no se contuvo y agarró la batería, Mono la flauta y la Negra Condomí el bombo. “El campo te está esperando”, “Las manos de mi madre”, cinco o seis canciones más al hilo, con la fuerza arrolladora de las salamancas. No hizo falta que Chango explicara nada ante ese ensamble de voces: Músicos Populares Argentinos (MPA) estaba ahí presente.
“Sencillo, como las cosas profundas. Cuando nos encontrábamos a tocar había una energía tremenda. Éramos todos chicos y nos poníamos a jugar. Chango era el chico mayor y sabía que nosotros le íbamos a hacer caso. Nos han pasado cosas divinas, enormemente maravillosas. Una vez fuimos invitados a una fiesta típica en un pueblito de Perú. Subimos al escenario de la plaza con la batería y todos salieron disparando. Pero cuando empezó a sonar la música, cuando empezamos a cantar en quechua, volvieron todos y la plaza se llenó otra vez. Fue un concierto increíble”.
Música de maíz. El alimento que da la tierra en Latinoamérica, la base de todo, llenador de panzas hambrientas. “MPA era maíz”, dice Mono. Y esa fue la consigna que adoptaron los pibes de Bellas Artes en el año 84, cuando Horacio Ferrini les llevó la propuesta de armar una escenografía para el recital de unos músicos, populares y argentinos hasta el cuello. La presentación fue en el auditorio de la facultad. El mismo escenario donde Izarrualde había visto rockear a La Cofradía de la Flor Solar, explotar de diversión con toda la luz, el poder, y la sexualidad de fines de los ’60.
“Me acuerdo de esos recitales donde ellos tocaban y nos sorprendían un poco a todos. Y pasaban diapositivas, pintadas. Era otra cosa, sucedían otras cosas. Bueno cuando vinimos con Músicos Populares Argentinos, volvió a suceder eso, no con las diapositivas, no con lo audiovisual, pero si en esto de hacer la escenografía para un grupo de música argentina que no hacía ni la Biblia como Vox Dei ni la Misa Criolla. Era otra cosa. Era una música que a los flacos les llegaba desde un lugar profundo. Hacíamos ‘Digo la Mazamorra’, cantábamos en quichua. Era un momento muy particular. El hecho de que los chicos trabajasen sobre la escenografía con el sol, esa comunión fue grandiosa. Fueron conciertos espectaculares, se movía mucha energía. Vinimos dos veces. Si bien se escuchaba mucho rock, el rock canción, las baladas, esto prendió muy fuerte. Chango nos hizo dejar en La Plata algo muy lindo, porque la gente se copó con la idea, porque este es un lugar de estudiantes. Ahí trabajó gente de todos lados, de todo el país. Setenta, ochenta personas todas juntas en el escenario a full para armar eso, una fiesta”.
Con MPA, más tarde con La Manija y La Orquesta Popular de Cámara Chango Farías Gómez, Izarrualde selló con el viejo una hermandad indiscutible. Aún llora su partida, le duele en todo el cuerpo, pero sigue en pie de guerra, cuidando ese legado como a su sombra.
“Mezcló el rock, el tango y el folklore, esa música con la que siempre estuvimos peleados, yo me incluyo porque lo siento así, incapaz de entender hasta entonces. MPA fue el nexo, nosotros metíamos rock, folklore, tango, y en la Orquesta sigue pasando lo mismo. El tipo tenía una cosmovisión del arreglo. Tenés que ser muy abierto por naturaleza para sentirlo así. Por eso yo hago un poco el parangón con Astor, sin decir que son iguales ni nada de eso: son contemporáneos. En nuestra música popular hay muchos capos, muchos, pero tipos que hayan mixturado estas cosas, interpretado la música para nosotros, para todos y para adentro, de esos hay uno sólo: ese fue el Chango Farías Gómez”, dice el Mono, los ojos encendidos, la sonrisa vehemente. Intenso hasta en la piel, como los músicos, como él, como el Chango, capaces de desnudarse en el escenario, de reír y de llorar.
Chimichurri
El bajista de Berisso habla del Chango como un pariente cercano, de esos que nos acompañan y nos ven crecer. Pablo Giménez cuenta cómo, por casualidad, el Chango lo hizo parte de La Manija, en la búsqueda de un sabor picante para los oídos.
El tío ensayaba temas de Los Beatles en el living de su casa. Pablo Giménez lo escuchaba, sentado en cuclillas, y después cantaba las canciones en el jardín de infantes. Más de diez años después, en el mismo sillón, un amigo le tiró una noticia que insospechadamente cambiaría su vida. Había ido, la noche anterior, a escuchar al Chango Farías Gómez en el auditorio de la Facultad de Bellas Artes de La Plata. Antes del cierre, el Chango dijo por el micrófono: “Muchachos, si alguien conoce un bajista, díganle que lo necesito. Estoy buscando uno para mi banda”. Y salió del escenario.
No era algo menor. Giménez tocaba música rioplatense y había formado, entre otras bandas, “Palo y a la bolsa”, una banda de salsa al estilo Rubén Blades con la que solía tocar en bares platenses como “El Boulevard del Sol”. Armaba grupos todo el tiempo: era sesionista de jazz, tocaba salsa y folklore. “Ahora que lo pienso tenía el germen del Chango en la sangre. No paraba de hacer cosas”, dice.
-Te enteraste que el Chango está buscando un bajista. ¿Y qué hacés?
-Imaginate el impacto que fue eso. Yo conocía su historia, escuchaba MPA, el tipo era un referente. Pero me sentía muy pendejo y al principio no me animaba, hasta que fui juntando fuerzas y con un par de amigos hicimos un trabajo de inteligencia para conseguir el teléfono de la casa. Una tarde me animé y lo llamé.
-¿Y qué pasó?
-Escuché su voz y me cagué hasta las patas. Enseguida le conté de mis bandas, de mi trayectoria como bajista. Y me dice, como si hablara conmigo todos los días, que me vaya para su casa. Así de sencillo. Nunca en mi vida sentí la mezcla de emociones que tuve esa semana. Estaba contento, asustado y nervioso. Y a los pocos días me tomé el micro y fui. El Chango vivía en una casa de La Paternal. Me recibió con un abrazo y me presentó a Walter Soria, a Cacho Ferreyra y a Claudia Romero, que fueron los primemos integrantes de La Manija. Fue entre el 92 y el 94. Estuvimos dos años haciendo lo que él llamó “laboratorio musical de entrecasa”.
-¿De qué se trataba?
-Era un proceso de investigación en el que confluían las raíces africanas, las hispánicas y las autóctonas de la música argentina y latinoamericana. Nos matábamos ensayando. Lo hacíamos en el comedor, con el Chango cebando mate. Y en esa experimentación, aprendíamos muchísimo: era prueba y error, todo el tiempo. Como buen agitador, el Chango estaba en la búsqueda permanente, y nos exigía que diéramos todo. Porque aparte de su capacidad musical, él sabía cómo sacar tu mejor parte para que rindas como músico.
-Fue la primera etapa de La Manija…
-Sí, luego se sumaron otros músicos como Daniel Miguez en batería. Y el Chango estaba con muchas ganas de renovar el lenguaje de la fusión. Una noche vio unos gitanos en un boliche flamenco y los convocó a tocar. Él había tocado en España con guitarras flamencas y conocía el paño. En La Manija, estaba todo conectado. Era el flamenco con el tango y a su vez con la música cubana, porque él decía que la base rítmica de la música popular es parecida, hay una analogía, como el ritmo del 6 por 8, por ejemplo. Nos explicaba que la música que hacíamos era nómade. Viajaba de Argentina a España, y de ahí a Cuba, y luego regresa, y vuelve a viajar…
Fue un flechazo. Pablo Giménez dejó Berisso y al poco tiempo se fue a vivir a Buenos Aires. El bajo sin trastes que él tocaba era la tímbrica que el Chango buscaba junto a las guitarras. Y también Giménez le puso voz a los arreglos corales. La Manija explotó: dieron cuatro funciones a sala llena en el Teatro Alvear y en 1995, el Chango incorporó más músicos cubanos y flamencos. De los conciertos, salió un disco excepcional, grabado en vivo: “Rompiendo la Red”. Fue un boom: la crítica lo recibió con aires de innovación y el público quedó encantado por cómo sonaban los clásicos del folklore argentino con un sonido fuera de serie, que no negaba ninguna influencia cultural. Pero Pablo entendió que el ciclo estaba terminado. Y viajó a Europa.
-¿Por qué tomaste la decisión de irte de La Manija?
-Parece una paradoja que me haya ido en el mejor momento del grupo, pero así lo sentí. Conocer al Chango fue un trampolín: él me abrió una puerta enorme, conocí muchísima gente, fue excepcional. Sin embargo, estaba un poco cansado. Soy bastante nómade, cuando estoy mucho tiempo en un proyecto siento que me agota y prefiero tomar distancia. Me junté una guita y decidí viajar a Europa. Lo hablé bien con el Chango; al principio se puso medio mal pero lo entendió enseguida. Y le dejé preparadito un buen reemplazo: Norberto Córdoba, un músico impresionante.
-¿Qué hiciste en Europa?
-Me enriquecí como persona y como músico. Toqué mucho, viví en Amsterdam, compuse, trabajé en bandas de salsa, con un cuarteto de guitarras hacíamos tango y folklore, laburé como sesionista. Nunca paré. Y siempre en la senda del Chango, porque él nos enseñó a abrir los sentidos. Toqué música árabe, mezclé ritmos. Me gusta abrir el paño, no hago un solo estilo con mi música.
-¿Seguiste el contacto con el Chango?
-Me llevé los discos de La Manija y los difundí por toda Europa. A la gente le gustó mucho. Y siempre estuve en contacto con él, hasta que volví en el 2000. Él estaba armando su disco “Chango sin arreglo” y me invitó a participar en un par de temas: les puse voz e instrumentos. Cualquier proyecto que tenía me llamaba. Era un amigazo. Nos mirábamos y ya estaba, no hacía falta vernos mucho, teníamos una complicidad estupenda.
Pablo Giménez se hizo camino como músico independiente, con composiciones y temas propios. Grabó “Canciones de películas nunca filmadas”, un disco de fusión, tocó con Chico Novarro, con la banda de tango “Buenos Aires Negro” e integró como bajista el grupo “La Portuaria” durante siete años. Y siempre, de algún modo, volvió con el Chango.
-En la última etapa, él te convocó para la Orquesta Popular.
-Sí, yo tocaba el trombón y la guitarra en “Buenos Aires Negro” y me llama el Chango para que sea uno de los integrantes. Es una idea brillante la de poder orquestar nuestra música argentina. También lo acompañaba bastante a giras que él hacía como solista. Un mes antes de morir fuimos a Córdoba y la pasamos fenómeno. Cantó como los dioses.
-¿Cómo lo veías en su último tiempo?
-Mirá, el Chango siempre fue muy border, un tipo hipersensible, de esa sensibilidad fina para las relaciones humanas. Yo sabía que estaba enfermo, pero él nos había acostumbrada a que lo internaran cada tanto y se cagaba de risa. Una vez le sacaron agua de los pulmones, lo fuimos a ver preocupados y él nos sacó cagando. Sólo se limitó a decir: “¡Tengo un lagarto adentro, es una mierda para cantar!”. Era un tipo jovial. A mí me mató enterarme que tenía cáncer dos meses antes de que él muriera.
-¿Cuál es el legado más importante que deja su obra?
-Nos deja una libertad para experimentar, porque la música es infinita. Mirá, te explico, lo que se entiende como salsa, en la música, se inventó en Nueva York en los ´70. Fue un invento extraordinario: nombraba con una palabra la enorme cantidad de ritmos latinos, como el cha-cha-cha, la rumba, el son, el mambo y tantos otros más. Inspirado en ese concepto, hace unos años inventé algo así como “El Chimichurri”, que es la música que toco: son varios ritmos, como el taquirari, la chacarera y el son, todos en uno. El sabor picante, enérgico y vivaz de una sonoridad que sea nuestra pero también del mundo. El Chango decía que la cultura es una sola, que la hacemos entre todos. Ese es su principal legado.
Néstor Gómez
“Nadó contra la corriente y siempre ganó”
Fue uno de los fundadores de Cordal Swing, grupo de jazz gitano platense, integró la orquesta sinfónica de Bahía Blanca hasta que, en 1992, se cansó de todo y por ocho años se refugió en las sierras cordobesas. A su vuelta formó Cuarto Elemento y, fruto del azar, lo conoció al Chango en un recital. Una alianza tan poderosa que de allí nació la Orquesta Popular de Cámara “Chango Farías Gómez”.
Ocurrió hace seis años, en un recital de Cuarto Elemento en Capital Federal. De repente, alguien comunicó lo inesperado. “No hay sonidistas. Se pincha todo”, le dijeron a Néstor Gómez, el guitarrista de la banda en la que también tocan el Mono Izarrualde, Matías González y Horacio López. Se querían matar. Estaban desorientados. Fue un abrir y cerrar de ojos. Un señor bajito, canoso y con anteojos se acercó y dijo, con voz ronca: “El sonido lo hago yo. Ustedes van a tocar”. Lo miraron como se mira a un loco. Ese señor era el Chango Farías Gómez.
Desde aquella noche, Néstor Gómez se pegó al Chango como un caracol a la pared. Y viceversa. El guitarrista, hijo de padres santiagueños y criado en Brandsen, que toca desde los 5 años, se mudó a los 17 a La Plata, donde estudió música en la Facultad de Bellas Artes. Cierta tarde, a la salida de una cursada, Néstor frenó en una disquería. Entró, buscó y salió con un vinilo que no lo dejaría dormir por días. Era “Contraflor al resto” del Chango con su hermana Marian Farías Gómez y Manolo Juárez.
-¿Qué te produjo ese disco?
-Me partió la cabeza. Así de simple. Fue la primera vez que lo escuchaba. Y en poco tiempo ya me lo sabía de memoria. En mi casa, se curtía folklore tradicional. Pero nunca había escuchado nuestra música interpretada de esa manera. El Chango tocaba con guitarra Ovation, que se usaba para el rock; había delay y otros efectos. En el disco, la “Zamba del carnaval” tiene guitarra y bajo eléctrico. Yo tocaba otras músicas, pero ni se me ocurría que todos los lenguajes, del rock, del jazz, podían juntarse en una misma sonoridad. Lo fui descubriendo de a poco. El Chango fue un maestro total. Su forma de hacer la música argentina es única. Cómo investigó las cuestiones armónicas, las variantes rítmicas, las entendía como si corrieran en paralelo…
Néstor mete mano en su pequeño estudio musical y agarra un bombo legüero. Ensaya ritmos. “Esto es una vidala”, dice, haciendo un tiempo acompasado. Después “esto es una zamba”. Y luego: “esto es una chacarera”. Más tarde, une a todos los ritmos en uno solo. “¿Escuchaste? Parece todo lo mismo, como si uno estuviera tocando la misma cosa, pero siendo distinto. Eso era lo que hacía el Chango. Mezclaba lo diferente para que suene igual”, dice.
–Después de esa vez que les hace de sonidista, ¿cómo siguió la relación con el Chango?
-Hace dos años y medio, estábamos tocando con mis hermanos Silvia y Omar, y él, que estaba en una mesa, dijo: “Che, ¿puedo tocar el bombo?”. Fue increíble. El tipo era un groso pero igual iba y se ofrecía con total naturalidad. A él le gustaba “Cuarto Elemento”. Y cuando reedita las juntadas de “Los amigos del Chango”, que fueron lugares donde salieron formaciones como el trío Vitale-Cumbo-González, e incluso fue el germen de MPA, me convoca para hacer un cuarteto. Y empiezo a tocar con él. Fue cumplir un sueño. La idea era armar una zapada: mi hermano Omar en bajo, yo, el Chango y Ricardo Culota en trompeta. Una locura.
-¿Eso después siguió o se cortó ahí?
-Él ya tenía en la cabeza armar una orquesta de música argentina. Un día me dice: “La idea es hacer una orquesta y yo quiero que vos hagas los arreglos”. Quería una verdadera orquesta sinfónica. Y así empezamos a gestar la cosa.
-¿Cómo trabajaban?
-Él me pasaba los arreglos generales y yo hacía el resto. Era bastante exigente. Recuerdo cuando me borraba con la goma lo que hacía. Pero era un tipo motivador. Era un verdadero inspirador, un referente a la hora de pensar cómo arreglar un tema, cómo instrumentarlo. Siento que trabajar junto a él fue un regalo que me dio la vida. Así fuimos armando el repertorio actual de la “Orquesta Popular Chango Farías Gómez” con temas arreglados como “La vieja” y “La oncena”. Ahora somos 13 músicos: trombón, clarinete, flauta, trompeta, saxo tenor; violín, bandoneón, piano, guitarra eléctrica y acústica, batería, bajo y set de percusión latina. Pero queremos ser más. La línea del saxo pueden tocarla varios saxos; la del violín, otros violines… Eso ya lo había pensado el Chango. Él preparó conscientemente al grupo para que siguiera funcionando solo. ¡Hasta en esos detalles estuvo!
-¿Qué te decía a la hora de componer?
-Era un motor, un culo con hormigas. Me llamaba cinco o seis veces por día. Estaba todo el día trabajando en la música. A mí me costaba seguirle el ritmo y eso que me llevaba como 30 años!!! Era una máquina, no paraba nunca, y yo soy cansino, más pibe de pueblo, que duerme la siesta! (risas). Fijate que antes yo como artista me conformaba con un lugarcito en la sociedad, con un pequeño nicho de existencia estaba bien. Él, en cambio, nos transmitía que uno como artista tenía un lugar preponderante, que había que dar una lucha política para defender lo que hacíamos. Él estuvo acostumbrado a nadar contra la corriente y siempre ganó, y no había ninguna razón para que no siguiera ganando. Tomamos esa posta.
-Los que trabajaron con él, suelen decir que establecía vínculos cercanos, de mucha sensibilidad. ¿Vos cómo lo sentiste?
-Era una personalidad fuerte, un tipo capaz de asumir diferentes roles. A mí me aconsejaba como si fuera un padre, era también un compañero que trabaja a la par, por momentos un maestro, por otros se comportaba como un amigo. Un día llegó enojado. “Vi un video y nos vemos para la mierda”, me dijo. Claro, a él no se le escapa nada. Y sino, ahí están los espectáculos de MPA: visualmente era muy fuerte, la forma en la que ellos entraban en el escenario, los colores que usaban. Era como un ritual. Me acuerdo que antes de un concierto, me preguntó si tenía una camisa blanca. Le dije que no, que siempre iba a tocar con una remera. Casi me mata. Me la terminó llevando él. El concepto del show lo masticaba con tiempo… Era un bocho. Pensaba que era tan importante el sonido como la puesta en escena. Siempre insistía con que era muy importante cómo se veía desde afuera lo que hacíamos desde el escenario.
Cierto mediodía, a Néstor le sonó el teléfono. Imaginó que sería él. Y no se equivocó. Esta vez, la voz del Chango sonaba más quebrada que nunca. “Estaba llorando porque hace unas horas lo habían matado a Facundo Cabral, que era un amigazo de él. Al rato me dice si el martes podíamos tocar un tema de él. Y con la orquesta hicimos ‘No soy de aquí, ni soy de allá’. Fue conmovedor. El Chango lloraba como un nene”.
-¿Qué significó para La Plata que el Chango viniera seguido por acá?
-Creo que fue muy importante, porque se visibilizó un fenómeno cultural. Si uno se pone a pensar, desde los 60 a los 80 pasaron millones de cosas en la música popular que nadie se enteró. Lo del Chango fue semejante a lo de Piazzolla en el tango. El que supo hacer dialogar lo tradicional con lo universal. Hoy, los jóvenes no conocen mucho sobre su concepto de la música argentina. El folklore actual todavía se sigue mirando en el espejo de la erudición europea. Hay guitarristas que se dicen populares pero siguen tocando con la posición de un concertista. Ahora en cualquier festival se usa la batería, la guitarra eléctrica y el bajo, y parece que hubiera ocurrido siempre pero eso lo inventó el Chango hace unas décadas.
-¿Qué otras enseñanzas te dejó?
-Él decía que era músico y yo puedo decir lo mismo. No soy folklorista, ni jazzista, ni tanguero, sólo soy un músico que hace música. Escuché Led Zepellin, George Benson y por mis viejos santiagueños a Los Trovadores. Y si hago música argentina, suena tanto a rock como a una chacarera. Parece mentira pero todavía hay una confusión cuando uno habla de la música popular. El gaucho con la guitarra es una foto que ocurrió en la argentina hasta la década del 60. Tenemos que entender eso de una vez por todas.
Néstor toca en un trío con el guitarrista José María Saluzzi, hijo del notable bandoneonista salteño Dino Saluzzi, que vive en Europa. Dice que José María le comentó que en el viejo continente no hay una división entre música académica y música popular, que para las orquestas sinfónicas, Dino es un músico.
-Es parte de una madurez, de un proceso que tiene que sufrir el que escucha la música y no hay que acelerarlo. En Europa no hacen esa diferencia tajante entre la música popular y la música académica. Y acá le agregamos una distinción elitista. Pero si encima los que hacemos música ya predisponemos a la gente a encasillarla, estamos en el horno. Yo no puedo ponerme un poncho y tocar una zamba. A Omar Moreno Palacios lo conozco, vive así y está bárbaro. Pero no podemos vender algo que ni siquiera hacemos. Tenemos que ser auténticos, con la mezcla que somos. Esa es otra enseñanza del Chango. De esa manera, lo que uno haga tiene absoluta libertad. Si quiero tocar una zamba, la toco, y si quiero tocar a Pappo, nadie me va a decir nada, ¿no?
Antes de despedirse, a Néstor le brillan los ojos claros, gatunos. El cuerpo, flaco y huesudo, se hunde con la mirada en el piso: “Perdón, pero sólo quiero agregar que la muerte del Chango es algo que me cuesta superar. Me cuesta mucho. Eso nomás”.
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