La brutalidad ejercida por los represores contra las detenidas en los centros clandestinos ha sido habitualmente excluida de los juicios por crímenes de lesa humanidad. La periodista sobreviviente Miriam Lewin, el fiscal Pablo Parenti y la abogada Susana Chiarotti explican por qué abusos, violaciones y demás vejaciones sistemáticamente cometidas con saña contra mujeres merecen ser juzgadas en sí mismas.
Por Leopoldo Coda
Ilustración Laura Llovera
“Como militantes estábamos preparadas para soportar esto. Yo estaba convencida de que como mujer me iban a torturar, me iban a picanear, a hacer el submarino, el simulacro de fusilamiento, pero además me iban a violar. Era lo que tenía que soportar por ser mujer y militante”, afirma a La Pulseada la sobreviviente del cautiverio clandestino en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) Miriam Lewin, periodista y coautora del libro Putas y guerrilleras (Planeta, 2013), que relata las aberraciones que sufrieron las mujeres en los Centros Clandestinos de Detención (CCD) en la segunda mitad de la década de 1970.
La última dictadura cívico-militar instauró un plan sistemático de avasallamiento a los derechos humanos. La violencia sin límites ejercida por las fuerzas represivas estuvo destinada al aniquilamiento físico de aquellos que consideraban enemigos, pero también buscaba la destrucción psíquica y emocional de las víctimas. Se trató de un disciplinamiento individual para controlar al conjunto de la sociedad. A los tormentos generalizados que aplicaron, los represores sumaron como práctica la violencia de género y sexual. Numerosos testimonios demuestran que estas particulares torturas fueron permanentes durante los años de plomo en la Argentina. Si bien los varones también sufrieron violaciones, las principales víctimas fueron mujeres, que además soportaron la desnudez forzada, el manoseo, la violencia verbal, la presencia del torturador en el baño, la picana en los genitales, y los martirios vinculados a su condición biológica como gestante.
Aunque los ideales de igualdad pugnaban por consolidarse, seguían vivos los históricos patrones morales conservadores que habían ido configurando una subjetividad vinculada al “ser mujer” y a la conducta que, como tal, debía asumirse. Si en el imaginario social la mujer estaba fuertemente ligada al rol de esposa, madre y al cuidado del hogar, los genocidas se ensañaron especialmente con las militantes al considerarlas doblemente transgresoras. “Cuando los militares comprobaban que una detenida era guerrillera, le daban una doble sanción”, afirma en diálogo con La Pulseada Susana Chiarotti, abogada feminista que integra el Comité de América Latina y el Caribe para la Defensa de los Derechos de la Mujer (CLADEM). Por un lado, explica, se le cuestionaba que participase en una organización que consideraban subversiva y, por otro, “era una doble trasgresión salirse del rol esperado por la sociedad e ir al espacio público y participar en política. Entonces, el mensaje era: ‘Te vamos a recordar cuál es tu lugar’”.
En esta imagen de la mujer que sostuvieron los militares, el paso de la sacralización a la demonización dependía de su tolerancia. Si las mujeres militaban, estaban dejando su rol asignado y, como eran las depositarias del cuidado familiar, también se las responsabilizaba por la participación política de sus hijos.
Chiarotti cuenta que “el represor Mario ‘Cura’ Marcote le lamía la leche que le salía de los pechos a una detenida a la que le habían arrancado de sus brazos un bebé de 8 meses, y le decía: ‘Mirá qué mala madre que sos, si no fueras quien sos, si no te hubieras metido en esto, en este momento tendrías que estar dándole el pecho a tu hijo’”. Ese tipo de relato brutal está presente en todas las prisioneras: “Aguantatelá”; “Vos tendrías que estar en tu casa”; ‘Esto no es lugar para las mujeres”. Susana agrega que “había un ensañamiento, sobre todo si se trataba de una militante importante, a la que destruían porque les daba prestigio”.
En el mismo sentido, Miriam Lewin, secuestrada el 17 de mayo de 1977 en la Ciudad de Buenos Aires y cautiva en la ESMA, señala: “Ellos consideraban ‘putas’ a las militantes y se ensañaban en la tortura, gritándonos ‘¡¿Con cuántos tipos te acostaste?!’, ‘¡¿en cuántas orgías estuviste?!’. Cosas que no tenían relación con la información que querían obtener en el interrogatorio bajo tortura, ni con sus tareas de inteligencia, sino que tenían un afán denigratorio; era un vejamen adicional”.
En su declaración en el Juicio a las Juntas en julio de 1985, la periodista recordó que cuando llegó al lugar donde estuvo en cautiverio antes de su traslado a la ESMA le preguntaron por su amiga Patricia Palasuelo, a quien acusaban de haber puesto un explosivo en el edificio Cóndor, sede de la Fuerza Aérea. “Tenés que decirnos dónde está Patricia, vos tenés que saber”, insistían. “Me desataron las piernas y me levantaron un poco la goma [que le cubría los ojos] y pude ver que un hombre exponía sus genitales muy cerca de mí, y me dijo: ‘Te vamos a pasar uno por uno, hija de puta’”.
Ahora, para La Pulseada, Lewin afirma: “No dudé que esto iba a pasar. Era lo que tenía que soportar por ser mujer y militante”. Y agrega: “Ellos nos tenían estereotipadas como promiscuas sexualmente, malas madres, con un profundo desapego por la familia, que dejábamos atrás a nuestras parejas e hijos para dedicarnos a la empresa maléfica de conseguir el socialismo en la Argentina. Este pensamiento —continúa— daba de bruces con el modelo de mujer sumisa, bien arreglada, absolutamente dedicada a los hijos y al reposo del guerrero. A nosotras nos querían forzar a volver a ese ideal. Nos castigaban por habernos apartado de ese modelo de cómo tenía que ser una verdadera mujer”.
En la obra Poder y desaparición: los campos de concentración en la Argentina, la periodista Pilar Calveiro describe que el cuerpo femenino aparece en casi todos los informes y testimonios sobre tortura como un objeto especial para los represores: “El tratamiento de las mujeres incluía siempre una alta dosis de violencia sexual. Los cuerpos de las mujeres —sus vaginas, sus úteros, sus senos—, ligados a la identidad femenina como objeto sexual, como esposas y como madres, eran claros objetos de tortura sexual”. En tanto, Lewin compara: “Desde las primeras épocas de la historia, todos los ejércitos vencedores, incluso algunos libertadores como el ‘Rojo’ entrando en la Alemania nazi, consideraron que los cuerpos femeninos eran de su propiedad, y que, apropiándose de ellos enfrente de sus compañeros, maridos, padres, hermanos, les infringían otra derrota a esos varones. Entonces, cuando los genocidas nos violaban delante de nuestros compañeros de militancia, el mensaje también era para ellos”.
Invisibles
No obstante la claridad con la que diferentes relatos grafican la sistematicidad y la especialidad de las aberraciones cometidas contra las mujeres cautivas, éstas quedaron invisibilizadas en el orden jurídico bajo la figura de “tormentos agravados”, lo que prolongó el trato discriminatorio ya en democracia. La situación empeoró con el silencio que cubrió la bestialidad de la dictadura tras el dictado de las leyes “de Obediencia debida” y “Punto final”. A partir de 2003, cuando se anularon estas normas de la impunidad y pudieron volver a realizarse los juicios por crímenes de lesa humanidad, la Justicia consideró que estos delitos habían prescripto, porque los tipificaba como “eventuales”, fuera del marco del plan sistemático de avasallamiento. Sin una mirada de género que permitiese visibilizar la particularidad, los fiscales no iniciaron actuaciones para investigar estos hechos.
Durante su gestión al frente de la Unidad de Seguimiento de las Causas por Violaciones a los Derechos Humanos creada en el Ministerio Público Fiscal, el actual coordinador de la Unidad Especializada en Apropiación de Niños durante la última Dictadura, Pablo Parenti, elaboró el documento “Consideraciones sobre el juzgamiento de los abusos sexuales cometidos en el marco del terrorismo de Estado”, con elementos teóricos y prácticos para que fiscales y jueces pudieran dar un salto en la materia. En declaraciones para La Pulseada, Parenti descarta que estos hechos puedan quedar subsumidos en los “tormentos agravados”.
Algunos jueces, aclara, entendían que la violencia sexual en esa etapa sólo se había producido en “hechos excepcionales decididos por algunos represores que aprovechaban la situación de cautiverio”. Sin embargo, eso no invalida que se los juzgue como delitos de lesa humanidad. Para que una conducta se encuadre de ese modo “tiene que haber sido parte de un ataque generalizado o sistemático contra la población civil —señala— y es claro que la violencia sexual ejercida es explicable por la situación de cautiverios y violencia que el Estado desplegó”. Para concluir, el funcionario destaca que “los autores de estos hechos tenían total impunidad para cometerlos y las víctimas, la misma indefensión frente a otro tipo de torturas”.
Las capas de la cebolla
Con la reapertura de las causas penales contra los genocidas, las víctimas pudieron expresar los vejámenes sexuales padecidos durante sus detenciones. Esa verdad plasmada en cada proceso se ha vuelto algo liberador y reparador para muchas mujeres, que —en muchos casos, por primera vez— pudieron contar ante un tribunal, su familia y el conjunto de la sociedad atrocidades ocultas durante años.
Parenti resalta el trabajo de los organismos de derechos humanos en este aspecto: “Desde hace un tiempo vienen buscando incidir en las prácticas de los operadores judiciales del fuero federal para lograr por un lado la individualización jurídica de los delitos contra la integridad sexual como vulneraciones autónomas y crímenes de lesa humanidad no subsumibles bajo el delito de torturas y tormentos, y por otro, la correspondiente imputación de responsabilidad penal a sus perpetradores ideológicos y materiales, y la reparación a las víctimas”.
Ese lento pero perseverante trabajo de reconstrucción de la memoria y la verdad encarado con coraje por los sobrevivientes fue permitiendo profundizar los procesos judiciales y desde 2010 existen en Argentina causas y sentencias donde aparece la violencia sexual. La primera vez que se pidió que estos ataques fueran juzgados de forma autónoma fue en la megacausa conocida como “Campo de Mayo”, que tramita en la Justicia Federal de San Martín. Como integrante del CLADEM, Chiarotti se presentó como amicus curiae por dos mujeres que denunciaron la violencia sexual que sufrieron en el barco Murature, en Zárate, por parte de militares. Sin embargo, el tribunal consideró que “las violaciones no eran muchas ni sistemáticas”. “Con la bronca por la injusticia que se volvía a cometer contra estas dos mujeres que se animaban a declarar, decidimos trabajar en función de la carga que nos dejó ese rechazo”, cuenta Chiarotti.
Los argumentos fueron tomados por la querella en la “causa Barcos”, donde por primera vez una sentencia mencionó una violación en un CCD. Los jueces del Tribunal Oral Federal de Santa Fe, al fallar contra Horacio Barcos, un agente civil de Inteligencia de esa provincia, consideraron que la violencia sexual que ejerció constituye una forma más de tormentos y, por ende, un crimen contra la humanidad. Sin embargo, “el fallo no agrega una pena porque el fiscal no había acusado separadamente”, explica la letrada.
La segunda sentencia donde aparece la violencia sexual se produjo en Mar del Plata, donde un tribunal condenó al ex subjefe de la Base Aérea local, Gregorio Molina, entre otros delitos, por violación en forma reiterada. Ese fallo sentó un precedente para visibilizar y dar autonomía a este crimen respecto de otros. Luego siguió un juicio en Rosario, donde se mencionó como autor de sucesivas violaciones a Mario “El Cura” Marcote, conocido como “el violador oficial”. Para Chiarotti, la justicia federal de esa ciudad “se quedó a mitad de camino porque —si bien condenó a Marcote por esos hechos— no sancionó la responsabilidad de los comandantes (encargados del lugar), que conocían hasta el vuelo de las moscas del CCD que funcionó en la sección Informes de la Jefatura de la Policía de Rosario. Además de la responsabilidad inmediata queríamos que se castigara la responsabilidad mediata”, enfatiza.
Fue en una causa por crímenes cometidos en un CCD de Mendoza donde finalmente se obtuvo la sanción esperada por los organismos de derechos humanos. Además de la responsabilidad inmediata, la justicia condenó a Luciano Benjamín Menéndez por delitos de lesa humanidad y violación sexual contra Silvia Ontiveros, Vicenta Zárate y Stella Maris Ferrón. Menéndez era el responsable de todo lo que pasaba en los CCD que estaban bajo su jurisdicción (el Tercer Cuerpo del Ejército, que abarcaba una decena de provincias del Noroeste y de la región de Cuyo). Se condenó también a los tres comandantes Juan Oyarzabal, Eduardo Smaha y Armando Fernández como autores mediatos. En un fallo inédito, se encuadró la violación sexual como delito de lesa humanidad por entender que fueron una “práctica sistemática” avalada por las jerarquías militares.
Chiarotti concluye: “Sin dejar de que se considere la violencia y violación sexual como una cuestión torturante, había que llamar la atención sobre esto porque era algo atroz que había sucedido y no se castigaba. También para mostrar al represor tal cual es, ya que se mostraban a sí mismos como puros, profundamente religiosos, que querían salvar a la patria de la escoria de la subversión para restaurar la moral y el orden”.
Parenti contextualiza que el proceso penal “arrancó con lo más obvio, que eran los CCD, la tortura, los crímenes que ya se conocían y sobre lo que había muchísimos testimonios”, y “luego, como toda investigación, se fue diversificando y llegando a aspectos que quizá no eran acuciantes en el minuto uno. Así aparecen las pruebas respecto de la complicidad judicial, el rol de los empresarios, de la Iglesia y del periodismo. Ahora se busca poner la lupa sobre los delitos sexuales. Por eso la Justicia no debe fijarse límites de antemano”.
Para Lewin “todavía hay mucho camino para recorrer, para conocer la verdad, porque los delitos de lesa humanidad que se cometieron en la Argentina se investigan de a poquito, como si fueran las capas de una cebolla. Aún quedan muchas capas que tienen que ser separadas para llegar al núcleo. Probablemente no nos alcance la vida para eso y sean ustedes los que lleguen al centro”.
Hacia un protocolo
Pablo Parenti lamenta que ningún tribunal con competencia nacional ni la Corte Suprema de Justicia de la Nación haya elaborado un protocolo que establezca los pasos a seguir cuando se denuncia violencia de género o sexual, para evitar situaciones confusas y facilitar a las víctimas un ambiente adecuado y respetuoso de su estabilidad emocional para testimoniar. Además, destaca la necesidad de que los tribunales organicen la escena de los juicios en lugares propicios, para “garantizar la tranquilidad del testigo” que permita “que la experiencia del testimonio sea reparadora y no traumática, y pueda fluir todo lo que la persona tiene para aportar”.
Historia en primera persona
En el libro Putas y guerrilleras (Planeta, 2013), las periodistas argentinas Miriam Lewin y Olga Wornat denuncian la violencia sexual ejercida por los represores en los centros clandestinos de detención durante la última dictadura cívico militar, con las mujeres como principales víctimas. Las autoras, que eran militantes durante los ‘70 y estuvieron privadas de la libertad, cuentan en primera persona los padecimientos sufridos en el encierro y recopilan una decena de testimonios de otras mujeres que sufrieron torturas, abusos y violaciones, entre otras formas de violencia sexual. Las historias presentes en este libro significan un aporte novedoso al relato de los sobrevivientes sobre su situación de detención. Además, el libro se pregunta por el rol de la mujer en la sociedad en general y cuestiona al lugar que las propias organizaciones políticas daban a la mujer, con una perspectiva machista.
1 commentsOn Doblemente torturadas
Siempre me llamò la atenciòn,la falta de informaciòn sobre ese tema,no la vulgar de los sobreentendidos,y èsta tembièn aporta un antecedente para la justicia de otros estados donde se pudieron producir estas situaciones.