María Ochoa, nacida en el sur de Cuzco, administra en su casa del barrio Hipódromo el Centro Cultural Indígena El Wawawasi, un espacio educativo para chicos de pueblos originarios. La discriminación en la educación cuando era niña, su vida en La Plata y el camino hasta formar el Consejo de Comunidades Indígenas
Por Lucía Medina
Hace ocho años María Ochoa donó su casa para crear el primer Centro de Educación Integral Indígena de La Plata. El Wawawasi, nombre en lengua quechua que significa “Casa de niños y niñas”, comenzó como un espacio de educación alternativa para los hijos e hijas de miembros de la comunidad de pueblos originarios de la ciudad, en una búsqueda por protegerlos de la discriminación y evitar que pierdan su identidad y su cultura. Con el tiempo llegó convertirse en un espacio que hoy alberga a 32 niños en sus dos turnos y cuenta con diez madres cuidadoras. Revista La Pulseada charló con ella sobre el recorrido de su vida que la llevó a crear este lugar.
Cuando se abre el portón de la casa de María Ochoa aparece un nene de unos cuatro años con una pelota en las manos. Una niña mira tímida desde el fondo. De lunes a viernes, desde las 7.30 de la mañana hasta las 5 de la tarde, el patio y la parte trasera de su casa se llenan de niños que juegan, comen, aprenden y comparten.
María tiene 64 años y el pelo negro y largo, apenas cubierto por unas pocas canas. Lo que más llama la atención en ella es una sonrisa amable que regala al final de cada frase. Hija de madre y padre indígenas, ambos campesinos, María siempre tuvo muy claro que su misión en el mundo era la de realizar este reconocimiento de la identidad. Un despertar de libertad que ya lleva 527 años.
—Así como estoy yo hay miles de hermanos nuestros que están hoy en todo el mundo dando a conocer y difundiendo nuestra cultura. Porque hoy podemos hablar, antes nos cortaban la lengua. Entonces eso hace que nuestras voces se puedan escuchar y que nosotros, a través de la Pachamama, podamos hablar —dice.
María no habla de repúblicas, sino de regiones. Las regiones que fueron nombradas por el imperio incaico en la época precolombina. Ella proviene de la región del Collasuyo, dentro del gran Pachacámac, en el altiplano andino al sur de Cuzco, Perú. Una zona que fue la más significativa para el imperio por su cultura y su extensión.
Cuando era una niña, esa inclinación especial por todo lo que era indígena le hizo notar con claridad la discriminación y la diferencia que sufría su familia frente a las familias blancas y europeas. Viendo esta realidad, algo que se vivía en toda América Latina, creció y se nutrió de todas las cosas que observaba. A esto se sumó el sustento de sus padres y de sus abuelos, hablantes de la lengua quechua, quienes le contaban historias de su tierra, su cultura y sus orígenes.
En su casa no había TV ni radio. Los adultos siempre tenían un tiempo para reunirse y charlar con los hijos y los nietos. De estas reuniones familiares, donde la cultura oral era lo que predominaba, nacieron las historias que la llenaron del conocimiento que hoy comparte e intenta perpetuar.
Sin embargo, ese crecimiento sano tuvo su lado traumático, cuando la niña de origen colla, que gustaba de vestir como su familia, ingresó en los espacios de educación formal y católica. Allí por primera vez se le prohibió vestirse como lo hacían sus padres. La Iglesia se encargaba de llevarle ropas usadas con la excusa de que ella ya no debía vestirse como su familia, porque estaba siendo escolarizada y se le estaba enseñando otro Dios, entonces ya no pertenecía a la cultura indígena.
—Era la burla de los demás. Era la chola, la paisana y siempre eran despectivos conmigo. Por eso fue una niñez bastante traumática. Porque yo quería seguir siendo parte de mi familia, y a la vez mi familia con el fin de protegerme también me sacaba de ese espacio —recuerda María.
Cuando hablaba en quechua era golpeada y castigada, y esto estaba permitido por el Ministerio de Educación. Así fue borrada su lengua, con dolor y sufrimiento. En épocas en que las instituciones educativas no reconocían otras formas de cultura, ella fue una víctima más entre muchos niños que vivieron el proceso de educación como un robo de identidad frente a la transmisión de esa cultura dominante que no les permitió sentirse orgullosos de quienes eran.
Ser errante
—Yo siempre tuve inquietud por conocer y viajar. Estar en contacto con la gente— dice María, sobre sus épocas de viajera errante.
La curiosidad la llevó a recorrer los pueblos más remotos. Lugares donde todavía existe el trueque, donde no se permite que penetren las costumbres del blanco y el Estado republicano no tiene ningún reconocimiento. También vivió en la selva por dos años, un lugar donde el tiempo transcurre con un ritmo más lento y en el que aprendió mucho de la convivencia con hermanos indígenas. Después de recorrer su país decidió salir a conocer el extranjero: Chile, Ecuador, parte de Colombia y Bolivia.
María había escuchado que Argentina era una tierra de blancos y europeos. Eso llamó su atención y la motivó a venir de vacaciones junto a su hijo y su madre. Corría el año 1994 y la familia Ochoa llegó directo a La Plata, un lugar donde no tenía parientes ni conocía a nadie, pero que terminó por convertirse en su hogar.
—De repente, por el color de mi piel supongo, caminaba por la calle y la gente blanca me ofrecía trabajo. Y yo no entendía que pasaba ¿Por qué me ofrecían trabajo si yo no les pedía? Aparte no entendía por qué me identificaban tan rápido. Después me di cuenta de que la gente cobriza era mano de obra. Se asocia directamente, te da una identificación —recuerda María sobre ese primer contacto.
Casi sin querer, la mujer errante que había llegado a estas tierras atraída por la curiosidad y sus ganas de conocer, comenzó a trabajar como secretaria de un abogado. Otras oportunidades laborales la llevaron a probar quedarse junto a su hijo un año. Pero ese año se estiró porque la ciudad les gustó y, aunque volvieron muchas veces a Perú, nunca lo hicieron con intenciones de radicarse allá.
El reencuentro con los hermanos
Un día, mirando el diario, María se enteró que había miembros de la comunidad Toba y Qom y otras comunidades indígenas en La Plata. La emoción de esta noticia le despertó algo interno y no dudó en ir a visitar a sus hermanos.
—Al vernos nos sentimos hermanados y yo me sentí feliz de saber que estaban vivos mis hermanos acá. Fue muy emocionante el primer día que nos encontramos, y reconocernos—. La voz de María se torna cálida y alegre cuando recuerda los comienzos de la comunidad indígena en La Plata.
Ese encuentro dio inicio a que se conformaran las primeras asociaciones civiles que hoy se encargan de reivindicar la cultura indígena en una ciudad que, hasta hace menos de 10 años atrás, se jactaba de no contar con población de pueblos originarios. Algo que María, sabe, es imposible, porque esta zona les perteneció mucho antes de que llegaran Domingo Faustino Sarmiento, Julio Argentino Roca o Dardo Rocha.
—Ese reconocimiento ha ido en un crecimiento cada vez más grande. Ahora la ciudad de La Plata no puede decir que no hay más indígenas Y es más, ahora la ciudad es multiétnica, porque hoy no solamente están los hermanos Qom, y Tobas, también hay hermanos Guaraníes, Wichis, Mapuches y cada vez están apareciendo más, cada uno está asumiendo su identidad, que antes no lo hacían por muchos factores de por medio.
Organizarse como asociaciones civiles significó dejar atrás el discurso invisibilizador. Esto quiere decir, empezar a ser reconocidas por el Estado y entablar un diálogo. Así llegó a conformarse lo que hoy es el Consejo de Comunidades Indígenas de La Plata, que ya tiene ocho años y del que María Ocho es “inkari”. “El inkari es quien tomas las determinaciones, las transmite y debe hacerlas cumplir”, aclara ella, sobre este rol que es más horizontal que el de una “presidenta”.
A diario, los miembros de Consejo visitan escuelas y jardines a los que son invitados para llevar su mensaje de libertad y soberanía. Buscan sensibilizar al resto de la ciudadanía sobre cuestiones que van desde desmitificar la historia oficial, hasta la necesidad de un patrimonio natural sustentable contra el cambio climático.
Tanto María como el resto de la comunidad de pueblos originarios que habitan la ciudad de La Plata son conscientes de que están en una situación privilegiada. Y que es necesario tomar la voz por aquellos que nadie escucha: “Los que estamos en la ciudad, de alguna forma, estamos protegidos, pero los que está bien al campo son los que más sufren”.
Una casa grande como el corazón
María y su hijo ocupan la parte delantera de la casa de 37 entre 118 y 119. En la cocina, una gata gris descansa sobre una silla envuelta como un ovillo. Para pasar al living hay que esquivar cajones llenos de frutas y verduras, bolsones de harina, papas y cebollas. “Ayer hicimos las compras para los almuerzos y meriendas del Wawawasi”, comenta María a modo de disculpa mientras atraviesa los pasillos azules y fríos de la casa.
Cuando empezó a buscar un hogar para ella y su hijo, siempre pensó en algo grande. Sabía que en el futuro una casa amplia podría servir para hacer algo más, aunque no estaba segura exactamente qué. Era el año 2007 cuando notó que su comunidad necesitaba un espacio para sus niños.
—Recurrimos al Ministerio de Educación de la Nación para ver si estaba la posibilidad de tener una escuelita para nosotros. Y nos decían que no, que imposible, porque el Ministerio no contempla nuestros sistema —recuerda.
Hasta que decidieron hacerlo por cuenta propia. Empezó como un grupo de madres que se organizaban para cuidar a sus hijos de manera interna. Para pagar gastos y poder sostener la parte alimenticia de los niños, vendían comida y dulces. Después el Wawawasi empezó a crecer. Se corrió la voz y a muchos miembros de la comunidad les interesó la idea. “Siendo más niños hubo que empezar a pagar un personal, ya no podíamos sostenerlo nosotros. Ya la gente no quería venir de forma voluntaria. Entonces así fue como fuimos pidiendo ayuda, a un lugar y a otro, hasta que nuestro pedido fue escuchado por el Ministerio de Trabajo de la Nación y fueron ellos los que nos ayudaron a abrir el espacio de forma pública”, evoca.
Hoy el Wawawasi cumple ocho años. Pero la lucha para sostenerlo es diaria, no tiene calefacción y el pago mensual del personal de madres cuidadoras es siempre la parte más difícil.
—Que el Estado nos contemple es tener derecho a la igualdad de condiciones. Hay un proceso en el cual ellos tienen que reconocer y devolver a las comunidades indígenas de alguna forma lo que nos han quitado— dice Ochoa con voz firme. María no baja los brazos porque sabe que este taller cumple un rol fundamental en la vida de los niños de la comunidad. Primero, en la alimentación. Allí se cocina todo a base de semillas, vegetales y alimento orgánico. Después en la enseñanza: porque aquí se les enseña quiénes son. Y el por qué deben ser fortalecidos por su cultural. Algo que no aprenderían nunca en espacios de educación formal como la escuela y el jardín público.
Que el taller sea un espacio en el que se reciben bebés y niños hasta los 14 años hace que las familias pasen mucho tiempo en el Wawawasi. A veces asisten hasta tres o cuatro hermanos, entre ellos juegan, se alimentan juntos y comparten tiempo en familia.
Después está la lengua y la forma de hablar. —Acá ellos pueden hablar con toda tranquilidad sin que se les diga: “Así no se habla, así no se pronuncia” —algo que María sabe, también hace al reconocimiento de su identidad.
Primero fue el genocidio de los pueblos originarios. Después una dictadura que dejó treinta mil desaparecidos. Hoy empezamos a entender que conocer nuestra historia, por más dolorosa que sea, es reconocer nuestra identidad.
El Wawawasi simboliza ese espacio de resistencia, por eso merece ser reconocido de forma completa por el Estado y el gobierno de la ciudad de La Plata, porque todavía su existencia es precaria y en gran parte autogestiva.
Un espacio para que los niños pueden crecer sabiendo quiénes son. Y así, también saber hacia dónde van.