El documental La historia invisible bucea en el presente del pueblomapuche en nuestro país. Desde fábricas, pueblos y ciudades, sus protagonistas ponen en crisis la concepción clásica y potencian varios debates: sus territorios, su cultura, la identidad, el concepto de genocidio. Entrevista con Claudio Remedi, director del filme.
Por Agustina Sarati y Josefina Garzillo
Fotos Archivo Boedo Films
“¿Quiénes somos los mapuches hoy? ¿De qué manera y dónde lo somos? ¿Soy más mapuche si estoy en el campo o en la ciudad? ¿Qué nos preocupa?”, se preguntan voces anónimas en la película La historia invisible, que el grupo Boedo Films estrenará el jueves 23 de este mes. No hay epígrafes. Los testimonios aparecen en un mismo nivel. No importa quién dice y ese mensaje es una de las apuestas del documental dirigido por Claudio Remedi, que dialogó con La Pulseada en su paso por La Plata.
Todos somos mapuches tratando de recuperar una identidad silenciada hace más de cien años por la campaña militar de Julio Argentino Roca, por los manuales escolares que dijeron “desierto” donde había vida y llamaron “conquista” al exterminio, y por una historia enseñada durante generaciones con la idea de que “todos bajamos de los barcos europeos en una época donde se exigía a gritos poblar el territorio”. Somos hijas e hijos de un mito, pero están los otros testimonios. Brotan de Neuquén, Río Negro y Buenos Aires, para reescribir colectivamente el libro de la memoria.
La película reconstruye la política del Estado argentino para desalojar a los pueblos de Pampa y Patagonia durante el siglo XIX y muestra cómo se expresa en el presente. Por eso registra un intento de desalojo a la comunidad Felipín con la ayuda de la policía provincial, o los avatares sufridos por la familia Huenchupá, acosada por la Gendarmería y por guardaparques, pero incorpora voces que hacen visible la existencia del pueblo mapuche en las ciudades, trabajando, formándose académicamente sin perder su identidad.
—¿Cómo surgió el deseo de hacer el documental?
—La atracción por el tema de la “campaña al desierto” surgió cuando estudiaba en la secundaria y se cumplía el 100° aniversario; estábamos en plena dictadura, era 1979 y Videla organizó muchos festejos. En las escuelas se volvía a estudiar desde una sola campana y se percibía que había un relato ausente. Con el tiempo traté de indagar qué había escrito sobre la época y toda la bibliografía era desde el lugar de los ganadores. Más allá de los hechos hay un tratamiento del otro, de los pueblos originarios que es muy parcial, muy burdo si se quiere, pero claro, en algún punto eso estaba naturalizado y sigue naturalizado. Cuando en nuestro país se habla de inmigrantes latinoamericanos o de pueblos originarios, persiste el racismo y hay sectores que todavía lo promueven. Hay toda una producción bibliográfica y cultural que nos atraviesa y sigue encarnada. Cuando decimos “somos un crisol de razas europeas” sin contemplar la presencia de mocovíes, mapuches o tobas, estamos reproduciendo ese imaginario de cómo se constituyó la nación.
En la película, una de las voces traza analogías con la última dictadura: “La autodenominación militar de 1976 fue ‘proceso de reorganización nacional’… Videla era un admirador de Roca y buscaba retomar aquel ideario de la Generación del ‘80 para disciplinar la sociedad a través de un genocidio, que fue lo mismo que se hizo con los indígenas en el siglo XIX. Pero lo que hay que analizar, más allá de Roca, es lo que hizo el Estado argentino (…). Cuando uno revisa las cifras encuentra que aproximadamente el 10% de la población indígena pereció ante las tropas y quedaron miles y miles capturados. Eso quiere decir que el Estado en frío tiene a los indígenas diezmados, y ahí aplica prácticas genocidas, lo cual es aún más grave que lo anterior”.
Pero el borramiento no fue total; quedaron marcas y memorias desperdigadas, y hacia ahí va el documental: a visibilizar a quienes fueron encontrándose con su identidad indígena con el paso de los años, habitando ciudades, trabajando en fábricas y escuelas. Es la historia de Anahí, cuyas raíces empezaron a aparecerle en sueños,o la de un obrero de la fábrica recuperada Zanon, y la de muchos que se animan a indagar. “A nuestra gente la mataron para hacer Bariloche, para mostrar una postal y vendernos a nosotros. Si salgo a la calle con mi ropa mapuche paso a ser un folclore más y yo no quiero ser folclore ni la postal de Bariloche. Una vez lo intenté, me veían y la gente quería sacarse una foto conmigo: ‘Encontramos una mapuche en Bariloche’”, resume una mujer que durante años se asumió como católica y argentina antes de reconocerse mapuche.
Asumir la identidad, asumir el genocidio
Cada vez hay más escrito y dicho sobre el tema y las demandas de las comunidades originarias empiezan a ser más concretas y materiales. Sin embargo, en muchos relatos de quienes “recuperan” esa identidad borrada, asumen sus raíces pervive algo doloroso: las dudas y hasta el temor de hacerlo en una nación que se forjó violando derechos de otros pueblos, y donde persisten el racismo, el mito de la descendencia única de Europa, las matanzas, el robo de tierras y la negación de prácticas culturales indígenas. Asumir otra identidad demanda desandar lo aprendido y, como expresan testimonios en este documental, “es un proceso muy difícil donde nos enfrentamos a que nos conviertan en una postal”. Si no aceptaríamos un busto de Videla en Plaza de Mayo, ¿por qué persisten los de Roca en el centro de Bariloche y Buenos Aires? ¿Se puede asumir sin contradicciones una identidad originaria en suelo argentino si después de 130 años el Estado no asume que aquello fue un genocidio?
En 1992, cuando se cumplieron 500 años de la invasión española en América, empezaron a aparecer corrientes que hablaban de “otra historia” y de que la “campaña” fue en verdad un genocidio. Hoy, desdelos campos académico y el artístico se generan muchas producciones que luchan por este reconocimiento. Se pueden menciona trabajos como el del Colectivo Guías dentro del Museo de Ciencias Naturales de La Plata para que se restituyeran los restos humanos a sus comunidades (La Pulseada 43 y 58), documentales como el de Myriam Angueira y Guillermo Glass, que denuncian la captura de cacique Inacayal y su familia en ese mismo museo (La Pulseada 99) e investigaciones de historiadores como Osvaldo Bayer, Walter Del Río y Marcelo Valko, que continúan apuntando a intereses económicos y de linaje aún intactos y poderosos.
El impacto que generan estos trabajos se ejemplifica con lo que hace pocos meses les ocurrió a Bayer, Mariano Aiello y Felipe Pignaa raíz de su la película Awka–Liwen, que denuncia la apropiación ilegal de territorios indígenas luego de una matanza. Alejandro y José Martínez de Hoz, tataranietos del fundador de la Sociedad Rural Argentina (SRA) y nietos del ministro de Economía de la última dictadura recientemente fallecido, les iniciaron acciones legales por injurias a su apellido. ¿Por qué el malestar? El documental desnuda que la SRA fue prestamista de la campaña de Roca y que, a cambio, muchas familias de la cúpula —los Martínez de Hoz entre ellos—se quedaron con inmensas cantidades de tierra.
La tesis del genocidio se consolida como punto de batalla y a la vez de reticencia por quienes rehúsan perder privilegios. ¿Qué pasa si se reconoce el genocidio? Un testimonio de La historia invisible responde: “El Estado no puede o no quiere reconocerlo ya que implicaría cambios materiales que pondrían en riesgo las propias relaciones capitalistas, la base de cualquier Estado burgués. Si admite que se cometió un genocidio con los pueblos de la pampa y la Patagonia pueden abrirse reclamos por infinidad de kilómetros de tierra y entraría en conflicto con el propio capital a quien el Estado representa”.