De oficio, librera y sensibilizadora

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112-ClaraBanegasClara Banegas tiene la librería más antigua de Colombia: Mundial. Un lugar de amor por la palabra resiste a la embestida de los grandes centros comerciales en el corazón de Bogotá. Su dueña asegura que es un refugio para “cosas hondas que son verdaderamente importantes” y que funciona como “un ejercicio de la libertad” ante lo salvaje.

Por Nacho Babino

Un día gris, un frío, casi la lluvia, una tarde, la calle. La señora —como si arrinconara su humanidad contra el tiempo— mira todo el afuera desde esa vidriera llena de libros y sonríe mientras sigue con la mirada el derrotero de un palomerío alrededor de unas bolsas. “Mi nombre es Clara Banegas Gaitán y soy tercera generación del fundador de esta librería, que es Jorge Enrique Gaitán, mi abuelo”.

La librería se llama Mundial y es la más antigua de Colombia: está a punto de cumplir 85 años. Queda casi en el corazón del centro de Bogotá, en la calle Carrera 8va, apenas mas allá de la 7ma, la más comercial y caminada por bogotanos y turistas y viajeros. Algo así como las calles 8 y 12 de La Plata.

“Mi abuelo ya a los trece años empezó de empleado en un librería. Buen oficio, buen ojo, buen ejercicio; en menos de nada estaba prácticamente manejando la librería. La que siguió la labor fue mi madre, con una constancia, con una paciencia, con un amor también extraordinario… Y a mí ya desde bebecito me traían, entonces aquí me descubrí, aquí me cambiaban los pañales, entre estos libros. Esta librería podría haberse convertido en una de esas grandes cadenas de comercio y vender best sellers —señala Clara—. Pero justamente no, y conserva el acto de tener libros y temas de índole política, social, poética, por gustos nuestros y de la gente que nos visita. Un verdadero ejercicio de la libertad hacia nosotros y hacia los que leen lo que quieren leer”.

—En tiempos de avanzada digital y libros electrónicos, ¿cómo existe un lugar así?

—Hace poco, en una feria que se hizo por aquí, hablaban de los “nativos digitales”, que de por sí me parece un término espantoso, además de un oxímoron (una combinación de dos expresiones con significados opuestos). ¡Leer en una computadora, por favor! Esos libros nacen muertos, no tienen el ejercicio de sensibilización al leer. Aquí damos talleres de sensibilización y empezamos siempre por saber dónde es que estamos parados, en el sentido literal de la palabra. El planeta Tierra está habitado de vida y a veces tú por estar metido en un computador casi las 24 horas estás perdiendo olores y sabores diarios.

 

El local de Clara es más bien largo que ancho, dos mostradores a los costados y los libros brotando desde cada rincón. Desde el fondo, una escalera hacia arriba corona el lugar.

—Por aquí, por esta vereda de aquí —continúa la mujer— pasa gente que ha estado pasando por allí adelante, todos los días de su vida y no han visto la librería. Te vuelves como un autómata y estás pensando en este instante en lo que vas hacer el siguiente, lo que vas a pagar, cómo vas a conseguir ese dinero, cómo les compras las mejores cosas a tus hijos… Se genera una cadena demasiado inmóvil. Sin afectividad, con carencias. Y reemplazas todo eso con cosas y ya le compraste las cosas de marca, los aparaticos, lo conectas, oye ruidos y al fin, no sabes ni escuchar una música…

* * *

Charlas sobre culturas aborígenes, aves autóctonas, alimentación o preservación del agua, un encuentro con el escritor afrocolombiano Arnoldo Palacios —autor de la hermosa y triste novela Las estrellas son negras—; proyecciones de películas y documentales cuya temática y duración serían un suicidio comercial en cualquier sala convencional… Cosas como ésas también tienen lugar allí, al fondo de la librería, escaleras arriba, en esa especie de auditorio o pequeño hall. “A esos encuentros, que tienen que ver mucho con las raíces nuestras y están fuera de los cánones más comerciales, llega la gente mas linda de todo el mundo”, dice Clara, y cuenta que están “en proceso de dejar de pensarnos tan sólo como una librería sino también como un centro cultural”. Por eso hacen estos encuentros, “lúdicos, de discernimiento”.

—¿Un lugar no sólo de existencia sino también de resistencia?

—La responsabilidad y la resistencia cultural es definitiva y es un poco el ejercicio en que esta librería se ha movido. Responder a un proyecto comercial, administrativo, sostenible y edificante, y al mismo tiempo trabajar con la cultura, por la preservación de cosas hondas que para nosotros son verdaderamente importantes. Saber en qué estamos, en dónde estamos parados y qué consumimos.

Clara ejemplifica: “Aquí en Colombia quieren multar a los campesinos que siembran y cosechan sus propios alimentos y semillas (N. de la R.: Se refiere a las leyes de semillas que rigen su comercialización y su “propiedad intelectual”, que hoy son objeto de “lobby” de las empresas biotecnológicas en los distintos países de América latina). Quieren desvirtuar todo eso que hay que preservar porque a uno le tocó por ley divina de la Tierra. Teniendo todo eso nuestro, y con tanta diversidad aquí, no puede ser que tengamos que llenarnos de containers extranjeros llenos de tóxicos y agroquímicos. ¿Por qué van a penalizar al campesino, a alguien que viene haciendo eso millones de años, con su propia parcelita de tierra? No puede ser que queramos cambiar genéticamente lo que la Tierra nos ha dado. Desvirtuamos la cadena alimentaria cuando podemos estar comiendo de manera sana y deliciosa. Es una perversión muy grande, en un lugar que tiene tanto río, agua, elemento natural, alimento en abundancia, estar importando y pagando barcos, pagando impuestos a otro país, en vez de hacer una carretera que favorezca al campesinado…

No es sólo esa amabilidad en la tonada colombiana. Clara Banegas —esos rulos oscuros, ese tono trigueño en la piel, esos ojos negros, tantas muecas al decir, al nombrar— habla pausado, un hálito locuaz y cálido en cada pronunciación. “No puede ser que no gocemos de esas cosas, de esos alimentos que salen directo de la Tierra a la olla —continúa—. En eso hay una condición de verdadera sintonía con la propia vida. De ahí no nos podemos liberar… eso sería acabar con uno mismo, con la madre Tierra. No el escudo, no la bandera, no el partido político, la Tierra misma; cada uno tiene tierra sagrada y divina donde pisar. Hay que aprender a valorar cada pedacito que se está pisando”. Habla y sus dedos tamborilean suaves contra lo transparente del mostrador.

* * *

—¿Usted se reconoce como una agitadora cultural?

—En función de buscar conciencia, sí, puede ser. Más que agitadora, sensibilizadora. Uno tiene que ser consciente de que no son las cosas grandes e híper elocuentes las que valen la pena, porque si nos ponemos a pensar, nosotros también nacemos de un punto. Somos apenas un vencedor entre 500 millones de espermatozoides. Todo salió de un punto. El universo salió de un mismo punto. Uno danzó dentro del cuerpo de otra persona. Eso es mágico. Es absolutamente trascendental y eso no implica dinero, sino que es un proceso mágico, maravilloso, amoroso, sublime que contemos con toda esa vida que tenemos para hacer, para andar, para llevarla por donde queramos. Llevarla a danzar a la vida. Compartamos el mismo aire, por favor. Somos solidarios por ley divina, tú sueltas el aire, lo toma el perro en la calle… es extraordinario. Y no somos conscientes de eso porque nos ponen, o nos ponemos, en un tren de pagar cosas y meter plata en los bancos. Yo quiero hablar con el presidente de la república o contigo con la misma verdad que siento.

Alguien grita desde la calle, pero ahí dentro el apuro y el grito se adormecen.

Clara terminó la carrera de Comunicación Social pero nunca ejerció. Nunca convencionalmente. “Aquí, en este espacio, ejerzo la comunicación más que en ningún otro lado. Persona a persona, y tú sabes que siente el otro y desde donde lo está diciendo” dice. Y agrega: “Este es un negocio verdaderamente alternativo. No productivo, o no al menos, productivo como se puede medir una Coca Cola o una cajetilla de cigarrillos. Los tesoros siempre están escondidos y mientras a uno no se le acabe el amor por esta actividad, pues seguiremos aquí. Si cerraron en el mundo 10.000 librerías y uno puede seguir en una actividad que ama, que la disfruta, que la lleva con felicidad, pues sigamos. Yo llego a mi casa y me voy a ver las estrellas con Pistacho, mi perro que es un perro que encontré en la calle hace como un año”

* * *

Ya la noche se pliega sobre la ciudad. Es hora de cerrar. Ella va y viene, a paso lento, de mostrador a mostrador, hasta el fondo. Vuelve. Apaga unas luces, pasa los dedos sobre el lomo de algunos libros viejos y comenta: “Tenemos que volvernos buenos lectores pero no sólo de libros, también del vivir diario”. Y sonríe, tantas muecas al decir.

Clara empieza a bajar las persianas de su local. A su espalda, ahí nomás, el mundo, esa calle, la lluvia que casi, el frío, la noche, siguen su pavoneo cotidiano. Mientras termina de bajar las persianas va pensando en esos dos que la esperan: las estrellas en el cielo y Pistacho a sus pies.

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