Compartimos un texto elaborado por Sofía Breccia a dos meses de la inundación. Sofía perdió a su abuela, María Beatriz Velinzas, que se ahogó en La Loma.
Todavía no se sabe la cantidad de víctimas por el temporal
Me levanté a las 11 después de haberme acostado a las 7 y le digo a mamá vamos el otro fin de semana a la Isla Paulino. Me contesta que no había problema, que se había dado cuenta, por la hora en la que había llegado. Volví a la cama, me costó volverme a dormir: me sentía mal, le había prometido algo y no lo estaba cumpliendo. La llamo y le propongo ir a alguna feria, dar una vuelta. Iba a ir al cementerio, me contesta. Bueno, te acompaño, respondí.
Comí, me puse una campera y salimos.
No vivimos lejos del cementerio pero las piernas ya pesaban.
Los únicos que siguen hablando de las víctimas son los chicos de La Pulseada, después se olvidaron todos, una vergüenza, dice mamá ni bien pisamos la vereda. Le contesto que la nota todavía no la había leído.
Tratábamos de hablar de cualquier cosa pero las casas con las marcas del agua se nos venían encima. ¿Cómo habrá sido todo esto lleno de agua?, nos preguntábamos, y analizábamos cual expertas, y tirábamos frases al aire: si el agua venía de allá, de aquel lado es más bajo, imaginate esta zona. No podíamos evitar el tema.
Por un par de cuadras silencio. Qué linda esa casa; sí, aquella otra también.
Esperamos que pasaran unos autos para cruzar la calle y con un nudo en la garganta empezamos a recorrer el paredón blanco del cementerio municipal. Blanco, enorme, infinito.
¿Le compramos flores?, me dice mamá. Sí, dale. Lo cierto es que en lo personal no me cambia llevar flores o no, me es indistinto, pero no me iba permitir contradecir a mamá.
¿Claveles? No, le digo: claves son de muerto. Nos reímos mucho.
En la caminata contra el paredón, hasta comprar las flores, la conversación iba del silencio al chiste negro… Hay más adentro que afuera, le digo; mamá se ríe y me dice: tenés razón.
Compramos una flores entre violeta y fucsia chiquitas, muy lindas. Silencio otra vez. Esa cosa en el pecho que todavía no se va se hacía sentir más. En el momento en que mamá está pagando por el ramo de vaya a saber de qué flores me adelanté una pasos y los ojos se me llenaron de lágrimas. No lo pude evitar. Volví a hacerme esas pregunta que todos nos hacemos y para la que nadie tiene respuesta. No quise que me viera. Igual venía todo el camino con la capucha puesta, con eso zafaba un poco.
Es por acá. Entramos, dimos una pasos. ¿No era más allá? No, le digo es ahí, de ese lado.
La última vez que había estado ahí fue hace 2 meses y las cosas parecían haber cambiado… Había una cruz que decía R.I.P 3-4-13 y el nombre. Blanca la cruz, las letras en negro, horrible. Alrededor de la tierra, pusieron una especie de tapa de cemento. Vimos flores; alguien había ido.
No decíamos ni una palabra. No quería molestar a mamá; me había propuesto eso. Tal vez no hubiera querido que yo la acompañara; no me lo hubiese dicho nunca, entonces me separé un tanto como para dejarla sola y que fuera un momento de ella con su mamá.
Me senté en el mismo banco de la lápida contigua y pensaba. En qué no me acuerdo, pero si se me vinieron todas las imágenes del entierro. Y el ruido, ese mismo ruido que me viene acompañando hace rato. Ya no podía, las lágrimas, no puedo. El ruido de la tierra golpeando el cajón cuando la estaban enterrando. Estaba en el mismo lugar que hace dos meses haciendo lo mismo.
Es horrible lo que voy a decir, pero no podía creer que debajo de la tierra estuviera mi abuela. Si no la veo, quién me lo asevera. ¿Está ahí? ¿Y cómo está? Seguía llorando.
Mamá a un costado, ni la quería ver, no quería molestarla. Pero parece que ella sí me vio, se acercó y me abrazó. Apoyé la cabeza en su cintura; supe que ella también lloraba. Seguíamos sin hablarnos.
¿Vamos?, me preguntó. Empezamos a caminar, esta vez por adentro del cementerio. Volvimos a hablar como si nada hubiera pasado. Mirá lo que le pusieron a éste, un espanto, y esto es el osario, acá tiran los huesos, cuando ningún familiar reclama vienen y lo tiran acá.
Fue repetir la misma conversación que teníamos antes de entrar.
Y el recorrido siguiente era obligatorio: teníamos que ver a papá, al abuelo y al tío. Nos perdimos como siempre, parecía que la abuela había quedado en el olvido, que era otro día.
Tuvimos que salir del cementerio porque nos resultaba más fácil encontrar el nicho.
Ahí vine con Andrea, leo el cartel: Morgue. Esta es la morgue, no sabía que estaba acá. Sí, me dice mamá, por esa puerta me atendió una señora y ahí, ves ese portón, ahí está heladera en donde van todos los muertos.
Dulces conversaciones con mamá. Las lágrimas se iban secando.
Siempre nos cuesta encontrar a papá, nos separamos pero ninguna acertaba. Por ahí lo vemos. Está ahí, ah, mirá, le pusieron flores, me dicen mamá. Sí, claveles de muerto, le digo; bueno, seguro fue tu tía; sí, le digo, es una grande, pero son de muerto. Rojos y blancos, para no perder la costumbre pincharrata.
No duró mucho la visita. ¿Está un poco más asimilado? ¿Duele menos? ¿Es costumbre? Sensaciones, miles. Otra vez la pregunta: ¿estás ahí? Como si alguien me fuese a contestar.
El silencio había vuelto a ganar el terreno.
Mamá empezó a caminar antes que yo. Lo único que dije, o mejor dicho que le dije a papá en voz alta fue: Estudiantes empató 0 a 0, partido aburridísimo, no te perdiste de nada; y me fui.
Sofia Breccia, 2 de junio de 2013