En diciembre de 2004, el horror en este boliche del Once desnudó entre otras cosas la negligencia de empresarios y funcionarios y la imperfección del sistema de salud. También mostró el colapso del rock nacional y transformó a una generación. Periodistas especializados y músicos platenses miran hacia atrás y hacia delante de la catástrofe y analizan cómo aprender de la historia.
Por Martín Luna
Cromañón, el incendio que dejó 194 muertes de jóvenes, evidenció problemas que no terminan en una puerta cerrada y una bengala encendida, en Omar Chabán o Aníbal Ibarra, ni en el funcionamiento de la política de subsidios estatales o en un sistema de salud que no estuvo preparado para un hecho así. Quizá sea necesario, como dijo el periodista Sergio Marchi, que el rock argentino conjugue aquel desastre en primera persona para captar su verdadera magnitud: “No es el rock el culpable de que esa desgracia haya acontecido, pero fue la fuerza de su nombre la que convocó a varios miles de jóvenes a congregarse en un mismo lugar y tendrá que interrogarse con una decisión absoluta para poder seguir adelante”.
El rock siempre fue cosa de jóvenes, que en un sótano, en una cueva o en el baño de un bar escribieron y tararearon las primeras estrofas de una canción que sería la piedra fundante de nuestro rock vernáculo. Joven era Mauricio Birabent (Moris) cuando escribió con Alberto Ramón García (Pajarito Zaguri) “Rebelde”, canción que aparece en el único simple editado por Los Beatniks en 1966. Joven era José Alberto Iglesias (Tanguito), cuando en 1967 le acercó los primeros versos de “La balsa” a Litto Nebbia. Jóvenes que desconfiaban de todo el que tuviera más de 30 años fueron los que compraron, en la primavera de 1967, 250.000 copias del primer disco de Los Gatos, que trajo aquella mítica canción compuesta en el bar La Perla, de Once.
Joven era Miguel Ángel Peralta (Miguel Abuelo) cuando le acercó la propuesta de Los Abuelos de la Nada a Ben Molar. Tan joven era Luis Alberto Spinetta que sus padres debieron firmar el primer contrato discográfico cuando, seguido por Edelmiro Molinari, Emilio del Guercio y Rodolfo García, grabaron con Almendra, sin haber tocado nunca antes en vivo. Jóvenes eran Javier Martínez, Claudio Gabis y Alejandro Medina cuando en 1970 con Manal grabaron su primer disco editado por el pequeño sello argentino Mandioca (ver entrevista con su fundador, Jorge Álvarez, en esta revista). Y jóvenes eran quienes en La Plata, emparentados con la psicodelia y el “hipismo”, participaron de La Cofradía de la Flor Solar y —a través de un modo de vida comunitario— soñaron con cambiar el mundo. Fueron jóvenes los que constituyeron esa escena underground que fundó el primer capítulo de lo que en nuestro país, luego de Malvinas, conocimos como rock nacional.
Rock de acá
Con Los Beatles, el rock expresó un cambio que creció “en clara sintonía con el deseo de cambio de los jóvenes”, escribió Sergio Pujol en La década rebelde. Los años ‘60 en la Argentina. Desde entonces, la cultura rock atravesó a varias generaciones. En Argentina, este género popular, signado por conflictos estéticos, éticos, ideológicos y políticos, surgió “mirando lo que venía pasando afuera”, dice el periodista Mariano Vicente, y añade que “todos los movimientos de la cultura rock tuvieron una réplica en nuestro país”. Antes de la globalización era lógico que las influencias extranjeras se reflejaran en la música local con efecto retardado. En la misma línea, Pujol escribió que “había que estar lo más cerca posible de esa música que estaba cambiando la conciencia de los jóvenes”.
La cultura rock fue resignificándose, ampliando conceptos e incorporando estéticas, y en cada esquina de cada barrio construyó su identidad. Vicente consigna que si bien “en los ‘70 no hubo un gran cambio desde el compromiso y desde el lenguaje, sí hubo un crecimiento y una madurez musical”. El rock emergía en sectores vinculados a una “bohemia intelectual de izquierda”, conformada por “pibes que tenían formación universitaria” y provenían de una clase media que les permitía conocer el apogeo musical que estaba dejando su impronta en el mundo.
El primer dato que dio cuenta de la popularidad del rock llegó con la despedida de Sui Generis en el Luna Park en 1975, un año marcado por la violencia. “La banda conformada en los pasillos del colegio Centeno por Nito Mestre y Charly García significó la apertura a la masividad —señala Vicente—: Por primera vez esa masividad llamó la atención de las autoridades”. Cada recital, desde entonces, fue acompañado por la siempre celosa presencia policial.
El 24 de marzo de 1976, los dictadores Jorge R. Videla, Orlando Agosti y Emilio E. Massera asaltaron el país y clausuraron las instituciones democráticas, y “la nieve asesina comenzó (entonces) a acumularse cada vez más cerca de la puerta de casa”. Llegaron el exilio, la censura, la desaparición, la muerte y el silencio. Se prohibieron libros, discos y canciones. Se prohibió pensar, reír, llorar. En la clandestinidad de esas noches, un grupo de artistas jóvenes comenzó a gestar, en algún sótano de la ciudad de las diagonales, la historia grande de un rey chiquito. Rebeldes al sistema, predicadores de la no violencia y del amor libre, algunos discípulos de Maharashi y portadores del discurso de la contracultura configuraron el rostro del enemigo para quienes habían llegado para defender los valores occidentales y cristianos de la Nación.
La música y los jóvenes se volvieron sospechosos. En un acto en la Universidad del Salvador en 1977, Massera declaró que “la cultura joven es un semillero de subversivos” y que “al exterminio de la guerrilla debía sucederle la destrucción de esa cultura de la rebeldía que venía forjándose a lo largo del siglo”. Paradójicamente, el rock se convirtió en un “reservorio de la disidencia”, graficó Pujol, que también destacó el significado que empezaron a tener los recitales como espacio de encuentro, por encima de las canciones, que circulaban con muchas limitaciones.
Rock nacional
1982 fue “el año del entusiasmo equivocado y de la rebelión, el año de la solidaridad defraudada y los primeros gritos claramente dirigidos contra los militares”, escribió Pujol en Rock y dictadura. Crónica de una generación (1976-1983). Poco quedaba de esa Argentina de comienzos de los ’70, y la violencia y el miedo habían aniquilado a una generación. En abril de 1982, Charly comenzó a grabar “Pubis angelical / Yendo de la cama al living”, un disco que sintetiza “lo que sentían los jóvenes argentinos en ese momento, en un país ocupado por sus propias fuerzas armadas, en una situación de censura, de ausencia de libertad”, asegura el periodista Alfredo Rosso.
Unos días antes de que Charly entrara a grabar, el dictador Leopoldo Galtieri mandaba al infierno a un ejército de chicos, y el 2 de abril Argentina desembarcó en las Malvinas, usurpadas por Gran Bretaña en 1833 y defendidas por uno de los ejércitos más poderosos del mundo. Mientras la revista Gente titulaba “Estamos ganando”, Carlos “El Indio” Solari, desconfiando de ese patriotismo obsecuente, denunciaba que nunca habíamos sido golpeados tan duro. En ese marco llegó al país Juan Pablo II… ¡Dios siempre tan imparcial!
Un repentino y exacerbado nacionalismo pidió que las radios dejaran de pasar música en inglés. La dictadura decretó “nada de música cantada en inglés” y el repertorio del rock nacional entró en “alta rotación”: fue de pronto occidental y cristiano, y los jóvenes dejaron de ser sospechosos. “Si en Malvinas estaba muriendo gente menor de 30 años debía ser entonces la música de esa generación la que inundara los medios”, reflexiona Pujol. Rosso asegura que Charly con “No bombardeen Buenos Aires” dio “una idea del nivel de esquizofrenia que les agarró a los jóvenes que amaban la música inglesa, el punk, The Clash, y por otro lado enfrentaban a un enemigo que era del mismo país”.
“Eso que surge como rock nacional en 1982 no es nuevo —destaca Vicente—: Surgen los perseguidos, aquellos viejos cantores que con su guitarra venían expresándose. Si la idea de los militares fue capitalizar ese rock, les salió mal. Tras años de miedo y censura, el rock se transformó en la voz de todos y se fue haciendo masivo”. Para Rosso, el principal cambio en los ‘80 fue que “la juventud que creció después de la dictadura y de Malvinas vio correr demasiada sangre, entonces no tuvo muchas utopías de transformación, quiso vivir el ahora y además vivirlo de una manera hedonista (…). Las letras de esos años hablan frecuentemente del cuerpo, de gimnasia, de dietéticos, de bíceps: hay una preocupación por el individuo y su físico. Ya no hay una primera persona del plural, ya no se piensa en términos de ‘nosotros’ como sociedad, sino en términos más personales, cosa que se va a solidificar en los 90”.
De consignas como “sólo le pido a dios que la guerra no nos sea indiferente” se pasó a cantar “este sábado a la noche te paso a buscar a bailar el Wadu-Wadu que te va a gustar”, repasa Vicente. Quienes cantaban esto último “tenían más de un motivo para cantar ‘sólo le pido a dios’ y no era por falta de interés que no lo hacían. Era porque necesitaban un poco de alegría, de diversión y olvidar el pasado inmediato”. El periodista remarca que “en 1983 la vida volvió a ser en colores y ese nuevo rock, que se entendió como superficial, fue sin embargo un rock necesario”.
El rock fue ganando espacio en la radio y en la televisión. Desde Rosario, nuevas voces se mezclaron con el lenguaje irónico y sensual de Virus y la estética moderna de Soda Stereo. Por entonces, Luca Prodan, desde el Café Einstein, introducía el reggae con potentes dosis de rock and roll. “El público tomó dimensiones gigantescas, el rock dejó de ser un culto de minorías e inició un proceso de renovación muy fuerte —escribió Marchi en El rock perdido. De los hippies a la cultura chabona—. Y con el ingreso de esa audiencia quedaron atrás los efluvios hippies y el rock se desacartonó, abandonó la solemnidad y promovió una mayor tolerancia en propuestas artísticas diferentes”. Con la democracia comenzó una época en la que nuestro amo jugaría incansablemente al esclavo.
Rock del país
Los ’90 estuvieron signados por pactos, complicidades, negociados, cooptaciones, Banelcos, coimas y trueques que dejaron un país con 14 millones de desocupados y un 60% de pobres. En ese contexto surgió un rock barrial protagonizado por jóvenes que, en improvisadas salas de ensayo, comenzaron a conformar sus bandas y su público. “De esos barrios marginales surgirían las bandas que serían la referencia de los pibes en los años 2000”, expresa Vicente, y ejemplifica con La Renga. “Desde la poesía —el grupo nacido en Mataderos— intentó trasladar el orgullo por ese barrio con versos como ‘vení, morocha, vamos a dar una vuelta por el chaperío de Pompeya’”. Para Rosso en esos años “surgió lo que despectivamente se denominó ‘rock chabón’ y yo denomino ‘rock testimonial’: ese rock que vuelve a hablar de las diferencias sociales. Ese rock se opuso claramente a la política de destrucción del menemismo”.
Esos grupos emergentes asumen la autogestión y la independencia que desde los’80 desplegaba Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, desconfiando de la lógica de distribución, producción y reproducción que ofrecía el mercado. Así, pequeñas bandas, al no poder acceder a los grandes lugares, desembocaron en lugares medio clandestinos. Mientras la pizza con champán se presentaba como modelo de éxito, el rock se multiplicaba con Viejas Locas, Los Piojos, Bersuit Vergarabat, Las Pelotas y Divididos. Los Redonditos de Ricota, hasta entonces con un público reducido e ilustrado, comenzaron a ser seguidos por miles de jóvenes desangelados, hartos y decepcionados, para quienes el rock se transformó en el único refugio. “Frente a la crisis política, social y económica que devoró el gobierno de Raúl Alfonsín y permitió que Menem fuera presidente, el público no tardó en otorgarle a Patricio Rey un lugar de ‘profeta revolucionario’ y no fueron pocos los que le confirieron un carácter hasta religioso”, escribió Marchi.
A través de sus cantos esos jóvenes sostuvieron la memoria y denunciaron trapisondas, represión policial, gatillo fácil, impunidad, hipocresía, indultos, privatizaciones, la frivolidad y la falsedad de una sociedad corrompida. Invocaron la inmortalidad de Prodan y putearon a Gustavo Cerati. Para ellos, identificados con el barrio y unidos por la desconfianza en las instituciones y en el futuro, Los Redondos serían la voz de la decepción, asegura Vicente. Para Marchi, “muchos de los que constituyeron el público del rock de los ’90 vieron cómo sus padres sucumbían al estado de las cosas y cómo el modelo de esfuerzo más educación que habían sostenido desde los tiempos de sus abuelos se transformaba en inservible”.
“El pregonado aguante, el pogo, las banderas, las avalanchas, los petardos y las bengalas se fueron incorporando paulatinamente al público de rock y terminaron constituyéndose en parte falsamente fundamental de los códigos de una audiencia que reclamó esos atributos como identidad”, señala Marchi.
República Cromañón
¿Por qué el rock colapsó en ese boliche donde 194 jóvenes vidas perecieron, el 30 de diciembre de 2004? ¿Qué desnudó la peor catástrofe no natural de la historia argentina? ¿Qué cambió? En La Plata, un grupo de bandas —elegidas subjetivamente, sin pretensión de establecer señas de identidad ni delimitar el sonido del rock de esta ciudad— reflexionó junto a La Pulseada.
Martín Espíndola —músico, actor, artesano— asegura que “pudo haber pasado antes, en cualquier recital”. El cantante de la Emporio Tropical, Pablo Lima, plantea: “Todo lo popular es socialmente aceptado como precario, por eso una bailanta no tiene las condiciones de un teatro” y es inevitable aceptar el ‘es lo que hay’ por el solo hecho de ser pobre”. Para Emiliano “Fino” Santillán, integrante de La Cumparsita, con Cromañón “hablamos de una negligencia general que puso en vidriera la irresponsabilidad e imprudencia social como defecto principal. Es la consecuencia de muchas irregularidades que venimos cometiendo muchísimo antes”.
Inaugurado el mismo año de la tragedia, República Cromañón se convirtió en un importante escenario para bandas que soñaban con tribunas mayores. “Nos sentíamos cómodos—aseguró Cristian “Toti” Iglesias, cantante de la banda nacida en Villa Lugano Jóvenes Pordioseros—. Antes había que pasar por Cemento para ser alguien en el under. Y ahora tenías que hacerte fuerte en Cromañón, es la verdad. ¿Por qué no lo dice nadie? Porque nadie quiere quedar pegado”.
A propósito de esto, el 30 de diciembre de 2007 la Articulación de Familiares, Sobrevivientes y Amigos planteó: “Las enormes dificultades de los referentes del rock nacional para tratar el tema con responsabilidad y seriedad se transformaron en un silencio angustiante. Hoy tenemos casi 200 rockeros menos en nuestros recitales, ¿no hay nada para decir, para hacer?”. Agregaban que fueron las bandas chicas las que estuvieron a la altura de las circunstancias con el tema a pesar de resultar perjudicadas, “pues la perversidad del sistema logra que los beneficiados directos sean increíblemente los dueños de los locales, que exigen condiciones cada vez más costosas a los pequeños grupos”.
A principios de los ’80, Omar Chabán abrió el Café Einstein. Cuando lo cerró inauguró Cemento, otro emblema del under del momento. Y el 10 de abril de 2004 fundó, con muchas irregularidades, República de Cromañón, escenario de una tragedia que para Juan Cruz Marciani, voz de Encías Sangrantes, evidenció “lo hippies que somos los argentinos, cómo nos movemos, los políticos que nos representan, lo poco que nos importan las leyes, lo mal que funcionan las instituciones y la inconsciencia con la que afrontamos las cosas”,
Para Leo Fontela, líder de Supernadie, “evidenció un Estado corrupto que intentó poner en Callejeros y en Chabán la culpa exclusiva. Hizo evidentes los negociados, como más tarde hizo la inundación en nuestra ciudad”. Para Yuyi Gouman, cantante de Cajale Cazazo, “demostró que al Estado poco le importan los pibes”. Pablo Lima apunta a la relación rock-negocio y asegura que “expuso a una sociedad enferma y desnudó la corrupción estatal, policial y la miseria comerciante del bolichero”.
10 años después
Repensar el circuito de la música —los métodos de producción, difusión y consumo— reflota una discusión no saldada. “Previo a Cromañón el rock estaba en una etapa de franco desarrollo, con muchas bandas con ganas de saltar los decorados impuestos por los dueños del circo”, indica Fontela. Y en el después, “el rock vernáculo ya no fue el mismo. Se redujeron enormemente los lugares para tocar, se concentran en dos o tres manos y parece haberse naturalizado el pagar para tocar”.
Yuyi Gouman afirma: “Lo peor es que el Estado sigue sin tener políticas culturales que incluyan a las bandas en desarrollo. Se cree que una política es un festival, es ‘darles un lugarcito para que se muestren’, y eso es solo un golpe de efecto. Una política pública cultural implica un trabajo mucho más profundo para tender un puente entre los artistas y la sociedad. Por eso seguimos dependiendo de lo privado. Lo público nos ha dado la espalda”.
Ninguna gran banda de rock surgió después de Cromañón. Siguen llenando estadios grupos que nacieron en los ‘90. Las bandas nuevas se acostumbraron a no tener dónde tocar y su público, a recitales casi clandestinos. El rock se hizo más exclusivo.
Otra consecuencia fue la reacción del Estado de intensificar controles y clausurar espacios. Sin embargo —asegura Rusconi, cantante de La Noche de Garufa—, esto parece formar parte de un operativo de simulación y apuntado a “recaudar más dinero a expensas de los comerciantes”.
Toda una generación quedó transformada la noche del 30 de diciembre de 2004. “El rock tomó conciencia de lo que estaba pasando. Las bandas dejaron de permitir que el público corriera riesgos. Hubo una cautela por parte de las grandes bandas, que se contagió a todos los ámbitos”, asegura Gouman. “Bandas y público han entendido que los espectáculos los brindan los artistas y no el público decorando el salón con pirotecnia”, considera Marciani. Para Rusconi, “no podemos seguir mirando para el costado. Se sabe que hay corrupción y lugares que debieran estar inhabilitados, y callamos. Debemos estar atentos para que no nos arrinconen y nos metan en un nuevo Cromañón”.
Por errores humanos, negligencia y desidias, 194 pibes y pibas ya no están entre nosotros y “lo único que podés hacer con esa tragedia es que sirva de algo, que saques un mensaje y una enseñanza para que no vuelva a suceder”, opina Vicente, que hace más de 20 años difunde el rock vernáculo de la ciudad. Para Marchi, el público de rock debe “cambiar sus rituales” y “evitar avalar con su presencia —y su dinero— locales que carecen del más mínimo respeto por quienes a ellos concurren”.
Aprender la historia
A fines de los ’60, Tanguito le mostró los primeros versos de “La balsa” a Litto Nebbia. Aquel tema de Los Gatos, considerado un himno de libertad, fue compuesto, paradójicamente, enfrente de República de Cromañón. A punto de cumplir 50 años, ese rock que supo inventarse un mundo y una escala de valores propios sigue vivo en los barrios, en los sueños de pibes y pibas que, desconfiando de la cultura dominante, buscan expresarse en una canción. Son ellos los que siguen sembrando esa cultura en cada acorde y en cada letra. No es en las bengalas, ni en las banderas, ni en el pogo más grande del mundo donde esa cultura se reproduce.
Coincido con Rusconi en que es necesario repensar el modo en que concebimos el rock en Argentina y en que Cromañón evidenció que “como sociedad estuvimos equivocados mucho tiempo, y aún hoy cuando hablamos del ‘folclore’ del rock, no medimos las consecuencias”.
No hay dudas de que la corrupción fue la madre de esa tragedia, así como “la bengala, acompañada por un accionar ilógico: encender pirotecnia en un lugar cerrado”. Pablo Lima habló de “la inconsciencia colectiva generada por un Estado ausente” para describir el escenario en que estalló el boliche de Once. Allí como en otros, “ver bengalas ardiendo era considerado por músicos y público parte de un ritual” que envolvió en llamas a nuestro rock and roll. “Por respeto a esos muertos tendríamos que tratar de que cambie, con todo lo que significa para la cultura rock, ese cambio”, redondea Mariano Vicente.