Gustavo Calotti es uno de los cuatro sobrevivientes de la Noche de los Lápices. Habla sobre cómo sobrellevó esa experiencia traumática, las distorsiones de la historia oficial, su recuerdo de Julio López, el exilio, el regreso, sus opiniones sobre el menemismo, el kirchnerismo y el macrismo y sus expectativas para el futuro.
Por Carlos Gassmann
Fotos: Archivo La Pulseada / Gabriela Hernández
Aunque el libro de María Seoane y Héctor Ruiz Nuñez, publicado en 1986, y la película de Héctor Olivera, estrenada ese mismo año, lograron dejar establecido que existió sólo una “Noche de los Lápices”, el 16 de septiembre de 1976, y un único sobreviviente, Pablo Díaz, hubo en realidad más fechas con operativos similares y cuatro supervivientes: además de Díaz, Emilce Moler (entrevistada en La Pulseada Nº 5), Patricia Miranda y Gustavo Calotti.
A Gustavo lo secuestraron el 8 de septiembre de 1976, mientras terminaba el secundario, militaba y trabajaba como correo en la tesorería de la Jefatura de Policía. Pasó por los centros clandestinos de detención del Puesto de Cuatrerismo de Arana (donde fue reiteradamente torturado), la Brigada de Investigaciones de Quilmes y la Brigada de Investigaciones de Banfield, donde convivió con otros adolescentes que se encontraban en condiciones de detenidos-desaparecidos, como Claudia Falcone, María Clara Ciocchini, Horacio Ungaro, Claudio de Acha, Daniel Racero, Francisco López Muntaner y el propio Díaz. El 28 de diciembre de ese año fue “legalizado” (“puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional”) y llevado a la Comisaría 3ª de Valentín Alsina (Lanús). Finalmente lo alojaron en la Unidad 9 de La Plata, donde permaneció entre el 21 de enero de 1977 y el 25 de junio de 1979. Cuando salió a la calle, tres años después de su rapto, había logrado en parte recuperarse y pesaba 58 kilos, contra los 72 con los que contaba cuando empezó su calvario. Una vez en “libertad” le demostraron que seguía sin estar seguro y decidió exiliarse, primero en Brasil y después, por largos años, en Francia. Tuvo un regreso transitorio en 1992 y en 2009 retornó definitivamente al país. Hoy, Gustavo tiene 58 años y reside en Mar del Plata. Lejos de la “corrección política” sino con la franqueza más absoluta, aceptó de buena gana conversar con La Pulseada:
–Tu testimonio fechado en 1998 y efectuado en Francia, ¿fue a raíz de alguna instancia judicial concreta?
–Lo que hice en Francia no fue una declaración sino un relato a pedido de la Asociación de Ex Detenidos-Desaparecidos. Estábamos tratando de armar, campo de concentración por campo, las listas de compañeros vistos, sobrevivientes, “trasladados” y represores. Ese escrito me sirvió para muchas cosas. La primera, y más importante, fue la del ejercicio de la memoria. No es que yo no quisiera recordar, al contrario, pero hacerlo de manera metódica, como casi única actividad y sin ayudas del exterior, porque ahí nadie te puede ayudar, fue doloroso. Me demostró que a nuestro pesar olvidamos mucho y que lo mejor es ejercitar la memoria. De esa manera las cosas vuelven…. La segunda utilidad de ese trabajo fue servirme de base para mi declaración en los Juicios por la Verdad y luego en otros procesos.
–En la dictadura estabas “en la boca del lobo” porque militabas desde los 14 años, movido por los hechos de Trelew, y trabajabas como correo en la jefatura de la Policía bonaerense. ¿Supusiste en aquel entonces que podía ocurrirte algo como lo que te pasó?
–Sí, estaba en la boca del lobo, como decís. Pero la cronología no es tan simple. Yo comencé a militar en el MAS (Movimiento de Acción Secundaria), que respondía a las FAR, a comienzos del ‘73. Antes había asistido a las movilizaciones por los fusilamientos de Trelew y después por el primer retorno de Perón, en noviembre del ‘72. Pero sólo comencé a trabajar en la Jefatura de Policía a fines de noviembre del ‘75, con 17 años. Sabía de los riesgos perfectamente. Pero estaba equivocado en algunas cosas. Por ejemplo, desde el ’74, cuando la CNU comienza a operar violentamente contra la militancia de izquierda en La Plata, yo pensaba que me iban a matar, sin más, en cualquier calle. Nunca imaginé que uno podía ser capturado, interrogado, torturado hasta el límite y luego encarcelado. Yo no lo pensaba para mí. No me figuraba en esa situación. Sí me imaginaba muerto. Eran riesgos que creo que todos habíamos asumido.
–¿Cómo se supera una experiencia tan traumática, si es que se lo logra alguna vez?
–No sé si las experiencias traumáticas se superan. Yo diría que uno aprende a convivir con su pasado, sus miedos y sus terrores. Algunas veces pienso que eso me fortaleció y otras veces ando hecho una piltrafa. Hace tres días falleció en Francia Simone Veil, que sobrevivió a los campos de concentración nazis. Nadie de su familia volvió. Esta mujer era de un temple, fortaleza y entereza muy grandes. Y creo que esa fuerza le venía de su pasado en los campos. Otras personas no pudieron soportar. Algunos se “perdieron”, otros se suicidaron. En fin, uno aprende cada día a convivir con sus fantasmas.
–¿Una terapia puede ayudar?
–Nunca asistí a ninguna terapia. Siempre fui de pensar –tal vez equivocadamente– que uno debe tener la fuerza suficiente para sobrellevar sus cosas… Aunque reconozco que algunas personas no pueden y debe recurrir a una ayuda exterior.
–Dijiste hace tiempo que, para vos, todas las noches eran de los lápices y todos los días eran 16 de septiembre, porque no pasaba una sola jornada sin que recuerdes a los chicos. ¿Sigue siendo así?
–En efecto, no pasa un solo día en que no evoque en mi mente a alguno de mis compañeros. No es por exagerar, pero muchas veces al día pienso en esos momentos. Si bien esto es pasado, yo lo vivo en modo presente. Y creo que será así hasta mi muerte. Hasta es independiente de mi voluntad. Tengo momentos de alegría y de tristeza, como todos. Pero siempre vuelvo al pasado, a esos rostros, a esas situaciones. No sé si alguien que haya vivido circunstancias semejantes puede cortarlas de cuajo hasta el punto de ya no recordarlas.
–Hablás de las marcas que deja el miedo y contás que, peor que el dolor físico por la tortura, es el dolor psíquico que provoca saber que puede volver a repetirse. ¿Esas marcas persisten o el tiempo implica algún modo de cauterización?
–El dolor físico pasó. Después queda el recuerdo. A veces, con el tiempo, desaparece y otras vuelve. Es como cuando a uno lo torturan: la primera vez se soporta, pero después, cada vez que uno escuchaba pasos y el abrir de los cerrojos, deseaba –aunque esto parezca de hijo de puta– que vinieran por otro. Uno vivía pendiente de esos ruidos y deseaba que se lo tragara la tierra.
–¿Por qué creés que se construyó una historia oficial que habla de un sólo sobreviviente, cuando fueron cuatro?
–Pienso que se creó una historia oficial con un sólo sobreviviente porque les resultaba más cómodo a los autores del libro. Con un sólo testigo no se entraba en contradicciones. Con cuatro la cosa cambiaba. Fue un interés en el que coincidieron todos: los escritores, el sobreviviente y la sociedad. Todo fue vuelto aséptico, esterilizado: no había partidos políticos, ni lucha armada, ni toma del poder. Para todos venía bien mostrar a unos perejiles que luchaban por el medio boleto escolar y que por eso fueron secuestrados y asesinados. Nos despojaron de todo lo que éramos y representábamos. Pero el medio boleto no era sino una lucha más contra un gobierno que fustigaba constantemente a trabajadores, intelectuales y estudiantes.
–Vos manifestás que no los buscaron por lo del boleto sino por la militancia, por querer ser protagonistas de una revolución, que la participación de los secundarios era muy fuerte y que por eso hay 250 desaparecidos de entre 13 y 18 años. También afirmaste que los verdaderos luchadores por el boleto todavía no han sido reconocidos.
–En esa coordinadora que creamos en La Plata éramos unos veinte o treinta estudiantes secundarios y muy poquitos de los que figuran en la obra de Seoane y Ruiz Nuñez participábamos de ella. De todas maneras, libro y película cumplieron un papel muy importante, más allá de la veracidad de los hechos: mostraron a la sociedad algo que se ignoraba o se quería ignorar y era que la represión no tuvo límites de edad, de clase social, de nada.
-¿Coincidís con lo que nos dijo Emilce Moler: “Me llamaban a dar charlas en los colegios porque era la ‘pobre chica del boleto’ pero no lo hubieran hecho si era para hablarles de mi militancia”?
–Sí, coincido en que nos convocaban para mostrarnos como ejemplo de lucha pero pacífica, encuadrada dentro de lo que la sociedad considera aceptable. Si hubiéramos comenzado a hablar de nuestra militancia política y de lo que realmente perseguíamos, creo que no nos hubieran llamado más. Mucha gente afirmaba y aún hoy sigue haciéndolo que es mejor dar vuelta la página. La política de Derechos Humanos de este gobierno, las declaraciones y acciones del ministro de Justicia, del secretario de Derechos Humanos, la Corte Suprema con el 2 x 1, etc., no son una casualidad sino que son representativas del sentimiento de una parte de la población. No se bancan los juicios porque en el fondo saben que ellos pensaban igualito que los represores. Hacen todo lo que pueden para boicotear los procesos judiciales. Fijate, por ejemplo, que el juicio a la CNU en La Plata casi no tiene cobertura periodística. Del de la ESMA casi ni se habla. Los del Pozo de Quilmes y Banfield están parados y no se sabe cuándo se van a reanudar. Fijate que un juez como Rozanski tuvo que renunciar. Desapareció Julio López pero también hubo asesinatos de dos testigos en hechos que están plagados de interrogantes.
–Conviviste en la Unidad 9 con Julio López y llegaste a conocerlo bien. Estuviste incluso con él pocas horas antes de su último secuestro. ¿Qué recuerdos te quedaron? ¿Cómo viviste su segunda desaparición?
–El tema de Julio López ha quedado como una herida abierta: un testigo importante que desaparece durante un gobierno democrático. Nadie hasta ahora pudo aportar nada concreto. Las pistas fueron borradas, se estableció una especie de “omertá” y con suerte quizás algún día puedan encontrarse sus restos. Para mí fue un golpe muy duro. Había estado con él pocos días antes de su secuestro. Yo debía volver a Francia y pasé a verlo. Me invitó para comer un asadito el domingo pero yo debía irme. Nos sacamos una foto y después, a los pocos días, me llegó la noticia por Adriana Calvo de que Julio no estaba. Nadie tenía ni una foto. Yo tenía algunas y las envié. Una de esas fotos se hizo famosa. Era un hombre bueno cuya mente vivía apesadumbrada. Siempre estaba pensando y hablando de lo mismo: del secuestro, de lo que había visto, de la cárcel. Y estaba muy condicionado por su familia, que no lo escuchaba e incluso le decía que se dejara de estar pensando en esas cosas y evocándolas todo el tiempo.
–Cuando te dejaron en libertad, sufriste nuevas amenazas, contás que te fueron a buscar y que por eso decidiste dejar la Argentina.
–Sí, cuando me liberaron lejos estaba de mí la idea de irme del país. Pero la patota fue de nuevo a buscarme, coincidentemente con el “Operativo Retorno” de los Montoneros, y no tuve más remedio que marcharme. Me fui a Brasil y de allí a Francia, que me otorgó un salvoconducto.
–¿Cómo fueron esos años de exilio en Francia?
–El exilio fue muy duro. Uno no elige irse, abandonar todo, así como así. Tuve que empezar de nuevo, con la fuerza de la juventud. Estudiar, aprender el idioma. Y siempre estaba la tristeza de saber que no se podía volver. El exilio es una etapa muy triste, de mucha soledad.
–¿Cuándo y por qué tomás la decisión de retornar al país?
–En 1985, pleno gobierno de Alfonsín, cuando uno pensaba que las condiciones estaban para regresar, otra vez gente de civil se apersonó en casa de mi familia para “saber” sobre mí. Era una clara advertencia para que no volviera y ofreciera mi testimonio. A pesar de todo, declaré en el Juicio a las Juntas por exhorto diplomático. No lo pedí. No sé cómo, un día me llegó una carta de la embajada. Yo no estaba inscripto ni mucho menos. Y venciendo mis miedos, fui y declaré. Pero recién retorné a la Argentina en 1992. Y sólo estuve tres años y medio. Ya no era una decisión sólo mía sino también de mi compañera. Volver era mover una familia. Y volvimos, yo con mucha fe. Pero me equivoqué de época. Era pleno menemismo. No logré reinsertarme. Vivíamos porque mi compañera consiguió un trabajo fijo. Yo hacía changas. De política nadie hablaba. Era como si hubiera pasado una aplanadora por los cerebros: nadie pensaba, nadie reaccionaba, el país estaba en venta y todos aplaudían. Hoy dicen que resistían. Yo viví esa época de ventas de las empresas estatales y nunca vi a nadie salir a la calle a protestar. Los piquetes no existían. Parecía estar todo bien. Entonces me fui de nuevo. Tenía realmente un sentimiento de derrota. Yo me preguntaba para qué había servido tanta muerte, tanto sacrificio, tanto creer que otro mundo era posible, si nadie retomaba las banderas. Volví por segunda vez a fines de 2009. Pero esta vez ya sólo con mi esposa. Los hijos se fueron por otros caminos. Nunca me resigné a tener que vivir en otro país. Por eso digo que el exilio es una experiencia muy dura.
–Dijiste que durante mucho tiempo te sentiste muy escéptico sobre la Argentina, hasta que la llegada al poder de un gobierno que calificaste de “nacional y popular” te hizo recuperar la esperanza. ¿Cómo viviste el triunfo del macrismo?
–Cuando en 2003 sube al gobierno Néstor Kirchner yo descreí totalmente de él, por más que viniese de la militancia de los ‘70. Llegaba al gobierno de la mano de Eduardo Duhalde y Magnetto. Pensé en ese momento que era más de lo mismo, sobre todo después de haber vivido la decepción del Frente Grande. Pero me equivoqué y no me avergüenzo en decirlo. Esta vez las cosas serían diferentes. Con el nuevo gobierno habían resurgido la militancia, las ganas de cambiar el mundo, se derogaron las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Los juicios ya habían recomenzado. Yo ya había participado en otros juicios anteriores y se estaba en una dinámica de recuperación de la memoria colectiva. El pueblo tenía expectativas y el país avanzaba. Tal vez no a la velocidad que yo hubiera querido, pero avanzaba como nunca lo había visto antes. Se creaban cooperativas, se discutía de política por doquier, se construían espacios populares. Fue una muy valiosa experiencia de recuperación de valores, de memoria. No digo que todo estuviese bien. Yo siempre fui crítico cuando vi cosas que se hacían mal o no se hacían. Por ejemplo, en derechos humanos, en cuanto a los juicios, las causas se parcelaron, se juzgaba a un policía, a dos militares y quedaban pendientes otros juicios hasta con los mismos acusados. No se unificaron las causas. No se fue al fondo de las cosas. Muy pocos civiles fueron juzgados y un sólo sacerdote fue condenado. Ni hablemos de la última etapa, en la que teníamos como jefe del Ejército a un imputado por haber participado en crímenes de lesa humanidad. Con esto quiero decir que no todo estuvo bien, lejos de eso. Pero fue un gobierno “nacional y popular”, el mejor que este país ha tenido en los últimos cincuenta años. Y la llegada del macrismo fue otro golpe duro. Uno veía venir esta movida. Te diría que en los últimos tres años del gobierno de Cristina Fernández las cosas se degradaron a gran velocidad. Me levantaba, leía las noticias y me preguntaba si no estaban haciendo las cosas adrede para que les fuera mal. Tal vez estuvieran cortos de ideas y realmente querían perder. No sé. En todo caso no hubo ninguna autocrítica. Porque cuando uno dice que da todo y no le va bien, estás como para preguntarte qué es lo que hiciste mal. Y no sirve echarle la culpa a los medios o a los sojeros. Hoy vivimos a los manotazos para ver qué podemos preservar del hundimiento. Y no estamos salvando nada. El país se ha endeudado como nunca antes, se destruyen todos los días miles de empleos, de los juicios ni hablemos. Muchos sectores se han sacado la máscara, como el Partido Judicial. El país está de nuevo en venta y el futuro de varias generaciones está comprometido. Yo no creo en el discurso que armaron desde el Frente para la Victoria para ganar votos: hacerle creer a la gente que votó a Macri que fueron engañados. Acá no hubo engaños. Todos sabíamos lo que se venía si ganaba Macri y a pesar de eso el 51,9% de los que sufragaron lo hicieron por él. Dentro de ese porcentaje vas a encontrar una buena parte de votantes que justificaron a la dictadura y a todos los crímenes que cometió. Y hay otro porcentaje fluctuante, que se inclina por el que promete más. El mismo tipo que les contestaba a las Madres que sus hijos “algo habrán hecho” o que en el ’76 miraba para otro lado mientras decía que “por algo será”, ése tipo votó a Macri. Esa fractura en la sociedad la tenemos desde hace muchas décadas.
–¿Tenés pese a todo expectativas de que esto pueda modificarse?
–¿Cómo se superan esas dificultades? Con educación, con reflexión, con autocríticas, con honestidad, con solidaridad y con fe en cambiar las cosas, la vida, el mundo, está a nuestro alcance. Y cuando se está en el gobierno, como se estuvo durante doce años, con el coraje político suficiente para modificar el rumbo.
–¿Cómo es hoy tu presente en Mar del Plata y cuáles son tus esperanzas para el futuro?
–Mi vida hoy en Mar del Plata es muy tranquila. Estoy con licencia de mi trabajo de profesor en Francia. Vivo sin demasiados altibajos, acomodándome a los tiempos que corren. Leo mucho los diarios y me amargo mucho porque constato que hasta los que quieren volver buscan sólo el poder y en ese camino atropellan hasta a sus propios compañeros. Ya nadie entiende la política para servir sino para servirse. Ya nadie ve en la política una herramienta para modificar la realidad de todos sino la suya propia. Generalizo y sé que no está bien. Sigo apostando a las generaciones por venir, esperando que tengan menos ambición personal y más interés por lo colectivo.
“Se invierte en represión”
–En Francia y Argentina estuviste vinculado a la educación. ¿Qué cambios te parecen más urgentes respecto de nuestro propio sistema educativo?
–Nuestro sistema educativo debe evolucionar y para ello es fundamental un presupuesto muchísimo más importante. Apostar a la educación es apostar al futuro. Los maestros deben tener clases con recursos y medios tecnológicos adaptados a la enseñanza en el siglo XXI. No puede ser que el Estado siga subvencionando escuelas privadas destinadas a las élites. Claro, de esta manera el Estado se desentiende de crear otros colegios. Pero la plata que no se invierte en educación, se invierte en represión. Tenemos actualmente policías que son ejércitos, como la de la provincia de Buenos Aires, con casi cien mil hombres. Y eso si no contamos a las policías locales creadas durante el gobierno de Scioli-Granados-Casal. A los gobiernos nunca les interesó apostar a la educación y cuando lo hicieron fue parcialmente. Faltan escuelas de capacitación, tecnológicas, industriales. Y falta que la enseñanza evolucione. No sirve dar cifras, fechas, hitos, sino herramientas para pensar. De nada vale que un individuo recuerde el 25 de mayo de 1810 y lo festeje con un asadito cada año, si no sabe qué fue lo que pasó realmente, quién fueron los actores, qué buscaban y qué lograron. Faltan instrumentos para leer la historia –y otras asignaturas– desde otra perspectiva que no sea la del sector dominante.
“Nunca más volví a saber de ellos»
“Lo que paso a relatar ocurrió hace 22 años, en 1976, cuando tenía 17 años y estudiaba en 5º año del Colegio Nacional de La Plata. Vivía con mi madre, su compañero y mi hermanita Gabriela en la calle 43 Nº 183, en un apartamento de un quinto piso. Para entonces yo trabajaba como correo de la oficina de Tesorería de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en la Jefatura, ubicada en la calle 2 entre 51 y 53. Por la mañana iba al colegio y por la tarde trabajaba. Comencé a trabajar en esa repartición oficial en noviembre de 1975. El 8 de septiembre de 1976, mientras estaba trabajando, fui llamado por mi jefe, el comisario Ordinas. Cuando entré en su despacho debían ser las 17.30. Ya se encontraba allí una persona que yo nunca había visto y que se presentó como el comisario inspector Luis Vides. Comenzó a hablarme violentamente y a preguntarme para quién trabajaba, que sabía que yo ‘andaba en algo’ y que si no hablaba en ese momento de todas maneras ‘me iban a hacer masticar todo’. Recuerdo perfectamente el sentimiento de angustia que me invadió en ese momento. Mi jefe no pronunciaba palabra y creo que la tensión era tal que en toda la oficina reinaba el silencio. Este hombre, Vides, continuó vociferando hasta que llamaron a la guardia de la Jefatura y entre cuatro policías me condujeron hasta la Dirección de Investigaciones, que estaba en la otra ala del edificio. Ya en una oficina de esta Dirección, a cargo del comisario Etchecolatz, me esposaron, me hicieron sentar y me cubrieron con una manta. Pasé allí sentado por lo menos dos horas durante las cuales escuché entrar y salir a varias personas. Recuerdo que alguien me dijo que ya todo se iba a aclarar…”
“…Al cabo de ese tiempo me llevaron hasta un coche, que supuse un Torino, por el ruido y porque eran los vehículos que utilizaba la policía. Siempre cubierto, anduvimos con ese coche un buen rato. Los ruidos de la ciudad se fueron alejando y me di cuenta de que estábamos en el campo. En un momento el auto abandonó la ruta y, por los bamboleos, deduje que estábamos en un camino de tierra. En un momento el coche se detuvo. No tuve ni tiempo de tocar el suelo que ya me estaban llevando a la rastra hacia el interior de un edificio. Ni bien llegué me ordenaron que me desvistiera. Me ataron de los tobillos y las muñecas, estirado en una especie de catre. Así permanecí un rato. Alguien dijo que el ‘Coronel’ ya iba a llegar. Reconocí la voz de Vides, que horas antes me había estado gritando y amenazando. Escuché nombrar a un tal Vargas y en un momento dado empezaron a picanearme. Es una de las peores sensaciones que tuve en mi vida. Tengo aún conciencia de sentir que mi cuerpo se retorcía. Yo no dejaba de gritar y ellos no dejaban de torturarme. Me hacían preguntas de todo tipo pero todas estaban centradas en mi actividad laboral: querían saber quiénes eran mis contactos dentro de la policía, querían nombres, querían saber a quién de ellos había entregado yo, querían mi cita, mi responsable, mi organización, todo (…)”
“…Esa primera vez fui torturado durante toda la noche. Cuando cesaron y me ordenaron que me levantara, yo ya no podía hacerlo. Estaba totalmente incapacitado de cualquier movimiento y fueron ellos los que me vistieron como pudieron. Tenía los ojos vendados con lo que había sido mi propia camisa, las manos esposadas atrás, las piernas atadas con cuerdas, ya no poseía zapatos y no podía casi hablar porque tenía la boca destrozada (…) Me arrastraron hacia una habitación en donde había muchas personas (…) Por el ruido esporádico de trenes y el del despegue y aterrizaje de aviones deduje que nos encontrábamos en el puesto de Cuatrerismo de Arana (…) Allí estuve hasta el 23 de septiembre de 1976. En esa celda éramos constantemente unas quince personas. No tenía más que una pequeña ventana en altura y unos dos o tres metros por lado. Para dormir, esposados y vendados, cada uno hacía como podía. La comida casi no existía. La higiene tampoco. Cuando me torturaban sentía una sequedad en la garganta que era como fuego. Pero no había que beber porque decían que si no uno ‘reventaba como un sapo’. Nunca creí que iba a conocer un lugar tan dantesco como aquel. Durante diez de los quince días que permanecí allí, fui torturado. Llegaban, pedían ver al ‘traidor’ y empezaban a pegarme. Yo era el traidor y tenían que hacérmelo sentir físicamente (…) ”
“…En esa celda conocí a varias personas, escuché los nombres de otros y así pude reconstruir una lista (…) Recuerdo especialmente un día. Era el 21 de septiembre, día de la primavera y del estudiante. Al mediodía nos llevaron a todos a una especie de salón y trajeron comida: eran ñoquis (…) Después nos trasladaron a un patio interno donde pude darme cuenta que estaban todos los detenidos en ese momento en Arana. No sé cuántos seríamos, pero éramos varias decenas, todos en lamentable estado (…) Estábamos sentados en el suelo y al lado mío había una persona. Era una chica con la que apenas pude hablar. Se trataba de Claudia Falcone, una estudiante de secundario de Bellas Artes. Recuerdo que lloraba. Allí había muchos jóvenes que provenían de diferentes colegios secundarios de La Plata y que eran víctimas de lo que más tarde se llamo la Noche de los Lápices. Se encontraban Emilce Moler, Horacio Ungaro, Claudio de Acha, Pablo Díaz, Patricia Miranda, Francisco López Muntaner, María Claudia Ciocchini, Víctor Treviño, Daniel Alberto Racero. Reconocí a algunos porque había tenido actividades con ellos, habíamos militado juntos y habíamos compartido la coordinadora por el reclamo del medio boleto escolar. Una vez terminado ese recreo, nos devolvieron a cada uno a nuestra celda. De ellos, sólo Emilce Moler, Pablo Díaz, Patricia Miranda y yo sobrevivimos. A los otros nunca más volví a verlos ni a saber de ellos”.
(Extracto del testimonio de Gustavo Calotti escrito en Grenoble -Francia–y fechado el 23 de mayo de 1998. Puede consultarse completo en: www.desaparecidos.org/nuncamas/web/testimon/calotti.htm)