Por Máximo Randrup* (texto y fotos)
A los estudiantes de periodismo les pido que no abusen de la primera persona, que sea un recurso y no un vicio. Con Diego Maradona, por estas horas, me resulta imposible no incluirme en lo que escribo. Pido perdón por ser autorreferencial pero en este momento no puedo frenar mis sentimientos. Y aclaro que no es mi ídolo, eh; quizás lo fue cuando era chico; pero los que jugamos al fútbol en la cancha quisimos ser como él: talentosos, guapos, ganadores. Y hoy, entonces, ese futbolista insólito merece nuestro homenaje. El mío será pequeño y puede que no le interese a nadie. Si es así, les pido perdón de nuevo. Necesito hacerlo. Les contaré mis cinco citas con Maradona. Lo digo así porque fueron mías con él; para Diego, obviamente, no significaron nada.
La cita fallida
Yo estaba en Pinamar, en la casa de mi abuela Tita. Si alguna vez pasan por ahí, podrán reconocerla sin problemas: es la única fea de la ciudad. Así, por lo menos, la ven los demás. Para mí es encantadora. Bueno, les decía que yo estaba en Pinamar. Voy a ser más preciso: estaba en la playa, con mi primo/amigo/hermano Nico. «Está Maradona en CR», nos gritó un desconocido que corría. CR, un balneario, se encontraba a más de tres kilómetros, nosotros teníamos 11 años y la orden de no alejarnos demasiado sin avisar. ¿Qué hicimos? ¡Corrimos! Corrimos, descansamos, corrimos. Llegamos. «Parece que Diego está en una casa por la zona del golf», nos dijo otro X. Y sí, corrimos. Nos alejamos de la playa y allá fuimos. En ese momento no me di cuenta de que era un absurdo: ese barrio tiene varias manzanas de casas enormes y todas parecen de un famoso. Por supuesto no lo encontramos. Sin embargo, me sentí cerca y fue una sensación increíble. Ese día no conocí a Maradona, aunque descubrí la adrenalina.
La cita con el futbolista
Cuando le hicieron el partido homenaje en la Bombonera, en 2001, estuve ahí. ¿Para cubrir el evento como periodista? No, nada de eso. Nunca lo había visto en vivo y sentí que tenía que estar. Un poquito por Maradona (para despedir al jugador), un montón por mí, para sacarme esa espina. Fuimos con mi viejo y un par de amigos; uno -Jocha- fue con ropa de Atenas, el club de básquet rojiblanco de La Plata, y los bosteros nos insultaban. «Esto es la Boca, giles», nos asustó un barbudo. Tuve miedo. Zafamos. El resto fue todo placer. El arquero Higuita ayudó a que Diego metiera un gol (lo grité fuerte) y casi me explotan las células cuando dijo: «Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha». Ese día lo vi de lejos, es cierto, pero aprendí lo que es estallar de emoción.
La cita con su armadura
«Tengo la chance de conseguir una camiseta de Diego, la que usó en el Mundial 90 contra Italia», me aseguró mi hermano Fede, mi ídolo de chico y también de grande, una tarde de 2003. «Imposible», le respondí. Se río. Me mostró pruebas. Me puse nervioso. «La traigo, hacemos unas fotos y la devuelvo. El trato es así», me explicó. Un rato más tarde o al otro día -da igual- yo estaba con la celeste y blanca de Diego. ¡Con su armadura! Esa camiseta que lo hacía más fuerte. Casi invencible. Les juro que se sentía pesada. Pesada y hermosa. Nos sacamos algunas fotos, sonreímos, nos abrazamos, sonreímos de nuevo y le pusimos punto final a esa vivencia extraordinaria. Una cita maravillosa. Ese día, creo, comprendí la magia de la selección.
La cita con la celebridad
El año pasado, cuando lo presentaron como técnico de Gimnasia, terminé de tomar dimensión de lo que genera Maradona. A mi alrededor había periodistas chinos, rusos, turcos… Todo estaba organizado y todo, igualmente, resultó caótico. La gente lloraba. Sus jugadores, los del Lobo, parecían nenes que sólo querían abrazarlo. Los trabajadores de prensa pensábamos más en tocarlo o sacarle una foto que en cumplir nuestro trabajo. Y yo lo logré. Cuando empezó la conferencia lo capturé con mi celular y cuando finalizó le toqué el hombro. «Grande, Diego», le susurré nervioso. Me miró. Creo que me sonrió, no se los puedo certificar. Mi recuerdo es ése. Su imagen, la de una celebridad protegida por guardaespaldas y asediada por la masa, desapareció por una puertita. Yo temblaba. El atrevimiento valió la pena. Ese día comprobé que es lindo tocar a Maradona.
La cita con el técnico
Estoy casi seguro de que le hice la última entrevista a Maradona. Me da miedo chequearlo. Pensarlo me da escalofríos. Fue para la revista Josimar de Noruega, que le dedicó una edición especial de 200 páginas por su cumpleaños número 60. Sí, fue hace poco. En esa nota, demuestra que tenía conceptos claros: «Hay que presionar y, cuando recuperás la pelota, hay que jugar. Veo muchos equipos que vuelan, que en la cancha son aviones, pero que no tienen uno que piense, que meta un pase. Ricardo Bochini, en el fútbol de hoy, sería el mejor de todos porque con una pausa o con un pase en cortada dejaría pagando a cualquier defensa». Lo que estaba herido era su cuerpo. El envase. Llevar esa vida al límite tuvo consecuencias. Él se equivocó y pagó. Los demás, los mortales, deberíamos quedarnos con el otro costado: con el futbolista con alas. Les decía que le hice una entrevista. Fue una satisfacción gigantesca. Un orgullo. Ese día me llevé una sorpresa: me di cuenta de que era un tipo alcanzable.
Gracias, Diego. Por los goles a los ingleses (no sé con cuál me quedo), por el Mundial 86 y por habernos inspirado a tantos. Fue un gusto querer jugar como vos y fracasar en el intento. Ahora, descansá; hace décadas que no te dejamos hacerlo.
*Máximo Randrup es periodista y docente de la UNLP. Actualmente escribe para la sección Deportes de diario La Nacion.