Los gobiernos pasan y la Justicia permanece. No hay malditas policías sin malditos jueces. El caso Carrera arroja luz sobre los vínculos abyectos entre esos dos mundos. Relaciones de continuidad que no pudieron desandarse en estos diez años. Demasiadas son las preguntas pendientes, las tareas inconclusas. Carrera es un rehén de las historias que no supimos desandar a tiempo. El caso expone al sistema y a la necesaria democratización de la justicia.
Por Esteban Rodríguez* y Julián Axat**
La llamada «masacre de Pompeya” ocurrió el 25 de enero de 2005 en la Ciudad de Buenos Aires. Según la versión policial, que fue rápidamente comprada por el periodismo empresarial nacional y amparada por la Justicia federal, un “delincuente” que había perpetrado dos asaltos horas atrás conduciendo un Peugeot 205 blanco fue interceptado en un operativo cerrojo que las comisarías porteñas 34º y 36º habían dispuesto para atraparlo. Durante la persecución se produjo un tiroteo en la cual el delincuente embistió y mató a tres personas, y se estampó contra otro auto.
En la versión policial el delincuente se llama Fernando Carrera, comerciante y padre de dos hijas. Después de estar internado durante varios meses por los impactos de bala que recibió en todo el cuerpo, estuvo detenido en la cárcel de Marcos Paz siete años, en cumplimiento de una sentencia de 30 años de reclusión por robo agravado por empleo de arma de fuego y homicidio reiterado en tres oportunidades.
Aquella sentencia, que llevaba las firmas de los jueces Vistué de Soler, Cataldi y Lezcano, fue puesta en duda por la Corte Suprema, que la remitió a Casación para que la revisara por segunda vez. Casación mantuvo los hechos pero morigeró la pena a la mitad; y así la película volvió a empezar.
Para Enrique Piñeyro en la película “Rati Horror Show” y para los abogados de Carrera (Federico Ravina y equipo, incansables luchadores) en sus recursos, Carrera era un ciudadano que estuvo en el lugar y el momento equivocados: cuando se disponía a cruzar el Puente Alsina en dirección a Lanús, demorado en un semáforo de la avenida Sáenz, observa que un Peugeot 504 azul destartalado conducido por tres personas estaciona a su lado. Cuando Carrera observa que uno de sus conductores se asoma por la ventanilla y le apunta con una Itaka cree que se trata de un asalto y arranca, pero las personas empiezan a disparar. Uno de esos tiros lo alcanza en la mandíbula y Carrera pierde el conocimiento.
Carrera nunca se enteró de que condujo inconsciente 200 metros en línea recta, que atropelló a tres personas y su auto se estampó contra otro. Tampoco supo que las personas se bajaron rápidamente y ametrallaron su auto, y que 7 de los 18 tiros impactaron en su cuerpo. No está de más recordar tampoco, y es lo que hace Piñeyro, que Carrera nunca supo que se trataba de policías. Las personas estaban vestidas de civil, nunca se anunciaron como policías, ni dieron la voz de alto, ni mostraron placa alguna. Ni el auto llevaba una sirena encendida.
Lo que le pasó a Carrera no es un hecho excepcional, ni un error, ni un exceso. Es una práctica habitual de las policías en Argentina. A través del “armado de causas” la Policía extorsiona a determinadas personas para que “pateen” para ellos o con la gente que “arregló” con ellos. “Armando causas” se sacan del medio a los jóvenes que los exponen con sus fechorías o se niegan a pagar la coima de rigor al comisario de turno.
Pero también es una práctica que les permite encubrir los delitos que practican. A Carrera le plantaron un arma, una gorra, un testigo y hasta un abogado. Un arma que nunca se peritó; un testigo (Rubén Maugeri, ¡el único testigo, un supuesto transeúnte!) que resultó ser el presidente de la Asociación de Amigos de la Policía de la comisaría 34º; y un abogado, Fermín Víctor Iturbide, ex policía, abogado de los policías de la comisaría 34º en el caso de Ezequiel Demonty, ese cartonero de 15 años que murió tras ser obligado a arrojarse al Riachuelo desde el puente por agentes de esa seccional de la Federal. Iturbide fue el abogado que se acercó a la familia de Carrera y le aconsejó que se negara a declarar y luego que se declarara culpable para recibir una pena menor.
El caso Carrera, como tantos otros, sólo es posible por la complicidad judicial, esa justicia que funciona como una “máquina de convalidar letras y firmas”. Los fiscales encargados de la instrucción llegaron hora y media tarde a la escena del delito, después de haberse enterado por la televisión y no porque les hayan avisado los policías. En ese ínterin a Carrera lo sembraron de elementos que después lo incriminaron. Había que tapar la macana que había armado la Policía. Carrera no fue identificado en las ruedas de reconocimiento por las víctimas y testigos de los asaltos que le estaban imputando. Tampoco agregó otros testimonios a la causa que no fueran los de los policías intervinientes.
El caso Carrera nos informa sobre la modorra intelectual de los magistrados que siguen las causas a larga distancia, que no leen los expedientes, que basan sus juicios en sus prejuicios y los compromisos abyectos con las policías. Pero también habla de las instancias superiores de la Justicia que fuerzan argumentos y protegen a los estamentos inferiores de los escándalos. Un caso que expone al sistema y muestra otro lugar de la necesaria democratización de la justicia.
En un extenso fallo de 190 páginas, Casación realizó una operación para ganar tiempo: mantuvo los hechos pero morigeró la pena a la mitad. Así evidencia una forma de hacer política desde la Justicia: mientras coloca a Carreras en situación de acceder a algún beneficio en la condena, protege a la familia judicial, que a la vez había protegido como pudo a la familia policial.
Para Casación, todos ceden. Es decir, todos —de alguna manera— pagan. Y todos ganan algo. Cuando la Corte aprecia esta distribución de costos suele rechazar recursos por dilución de conflictos. La carrera de Carreras entonces debe ser el esfuerzo por salir de esta trampa y mantener la verdad y la constancia por encima de los pactos corporativos que lo tienen atrapado. Como Franz K., Carreras se pregunta ante las puertas de la Ley si el guardián lo dejará pasar de una buena vez.
*Docente de la UNQ y la UNLP y abogado del Colectivo de Investigación y Acción Jurídica (CIAJ)
**Defensor Penal Juvenil de La Plata.