En 2003, vecinos de Ituzaingó se organizaron en torno al desafío de recuperar lo que el Estado neoliberal les había quitado: el trabajo. Le sumaron el sueño de armar una distribuidora de productos elaborados por otras cooperativas del país, para fortalecer proyectos basados en la igualdad, la conciencia ambiental y la inclusión. Puente del Sur lleva una década demostrando que es posible y que la realidad también se transforma con consumo.
Por Josefina Garzillo
“(…) Hay una economía que desprecia a las personas.
Y hay otra economía posible.
Hay gente a la que no le da lo mismo”.
Puente del Sur
Es hija de 2001 y su historia, hermana de muchas otras que en la crisis se jugaron por construir proyectos laborales solidarios y sin patrón. Era 2003 y “con mi compañera dormíamos con los paquetes de yerba al lado”, recuerda César, y se le dibuja una sonrisa. No había un local, eran seis personas distribuyendo seis productos y con un préstamo de 400 pesos para la primera compra: aceite de oliva, yerba, mermeladas y conservas. Todos se conocían de la militancia en movimientos de desocupados y veían que las asambleas populares necesitaban distribuir los productos de sus emprendimientos más allá de cada barrio. “Esto nos entusiasmó. No teníamos en claro los horarios de trabajo y tardábamos meses en cobrar; lo que sí sostuvimos desde el principio es que esto tenía que ser autogestionado”, cuenta.
Las consciencias se fueron afirmando y hoy el grupo sostiene que su proyecto de vida es inseparable de un proyecto político que representa la cultura de fábricas recuperadas y movimientos sociales, de desocupados y de campesinos.
Los primeros días del mes son agitados en el galpón de la calle Rancho de Ituzaingó, provincia de Buenos Aires, donde hoy funciona la distribuidora. Es cuando está por arrancar la rueda de recorridos puerta a puerta que Puente del Sur realiza desde Luján a La Plata, pasando por la Ciudad de Buenos Aires y el Conurbano. Lily y Gerardo seleccionan cajas y arman bolsas de pedidos. A un costado, Gustavo y Gabriela se encargan de asentar los registros en dos computadoras. Mientras, César termina la “pizza cooperativa” con que esperan a La Pulseada, hecha con cinco de los productos que venden: harina integral orgánica, salsa de tomate, mozzarella, especias y aceitunas.
Esa cálida rutina de trabajo hace que el otro se sienta Puente del Sur. Es como dicen los trabajadores: “Nosotros solos no haríamos esto. La cooperativa son todos los consumidores, los productores y los que se acercan al proyecto”. Hoy son once las personas que pueden vivir de esta iniciativa creada y sostenida por ellos mismos.
“Trabajar por tus ideales es impagable”, reflexiona Gustavo. Todas las voces, algunas graves, otras bajitas, más cerca o más lejos, se hilvanan en un relato: “El colectivo te cambia tu forma de pensar, de vivir y entender las relaciones. Cuando entré tenía una mentalidad materialista, me costaba entender ciertas lógicas de trabajo”. Rodeado por los colores intensos de las aromáticas, el que ahora habla es Ángel, al que dos años en el proyecto le bastan para asegurar: “Después de esta experiencia nunca más quiero otro trabajo”.
Lily enumera mudanzas y necesidades que fueron surgiendo: “Herramientas, un auto propio y otras actividades para sumar puestos de trabajo. Experimentamos con producción de dulces, panificados, fideos y conservas. Todo fue crecimiento y cambio”, cuenta. Incluso necesidades de espacios, agrega Gerardo: “De los hogares-depósito de varios, pasamos a un localcito del tamaño de un baño”. Hasta que alquilaron el galpón amplio que tienen hoy, ordenado entre estanterías, góndolas, un sector de cocina y otros con mesones de trabajo y computadoras.
Otra cultura de consumo y trabajo
Puente del Sur pasó de idea a alternativa posible gracias a la cantidad de productores y consumidores que dijeron “sí”. “Se nos rompían los teléfonos y el primer auto de los repartos, señal de que nos empezaba a ir bien —Gerardo evoca a ese Peugeot beige que dio la vida por la cooperativa—. En un momento éramos más los que lo empujábamos que los que iban arriba…”. Lily mira las estanterías: “Cada vez que se vacía alguna nos llena de felicidad, porque sabemos que cada producto que se va tiene una historia de construcción colectiva, de lucha. Eso te da este trabajo”.
A muchas de las cooperativas cuyos productos distribuyen “las conocimos en ferias de productores; otras se acercaron a ofrecernos lo que hacían”, explica Washington. “E incluso personas del barrio que estaban desocupadas se organizaron para producir porque existíamos nosotros, y sabían que tenían un espacio para dar a conocer el producto, como el caso de la cerveza artesanal y las galletitas”, celebra Gabriela.
Gerardo destaca que el trabajo colectivo “te permite vivir la red de relaciones de cerca. En cada venta vemos a un productor que va a poder seguir trabajando y a un consumidor que te acompaña y confía. Hay familias que te esperan con un mate el día de reparto. Una vez se nos rompió el auto e íbamos a estar meses sin poder trabajar. Varios compradores se acercaron al local, cargaron la mercadería en los suyos y salieron a hacer las entregas o se llevaban las cosas a su casa para que los vecinos de esa zona pasaran a retirarlos por ahí. Ese acompañamiento es muy fuerte. Acá sabés que no estás solo, nunca”.
El barrio, los movimientos de desocupados y las asambleas. El trabajo injusto, los productores, y el sueño de otra realidad. Las ganas y los compañeros. Cada pedacito fue semilla del proyecto que llegó a los diez años; cada nuevo desafío es el alimento. “Los hijos nuestros crecieron con esto; ahora quieren trabajar acá. Y siguen naciendo los cooperativistas”, festejan y señalan la panza de Gabriela.