Por Federico Artigue
Hace 20 años, en homenaje a Diego, le fue propuesto a mi hermano Leopoldo Brizuela escribir un cuento. Escribió Glorioso. En nuestras largas conversaciones aparecía reiteradamente el diez. “Un día Fede me contó que Diego había logrado su habilidad jugando en los basurales de Fiorito: no en un gran potrero, dijo, sino en poco espacio. Yo le dije que eso mismo era la poesía: infancia, pobreza, secreto, silencio, virtuosismo entre límites. Y desde entonces sentía que a pesar de ser tan diferentes, al hablar de fútbol y poesía hablábamos siempre de lo mismo; y precisamente por ser amigos, hablábamos cada vez mejor”. Ciertas preguntas de la mano de Diego me han acompañado desde niño. ¿Cuál es el enigma que me retorna y que en su despliegue me transforma?
Diego hizo del fútbol, arte. Ninguna otra obra de arte me ha emocionado hasta las lágrimas como el gol a los ingleses. Su fútbol no sólo fue eficaz, sino que también transmitió belleza estética. ¿Importa sólo el resultado? Conjeturo que esa pregunta le fue planteada a Diego por sus pares en el potrero Las Siete Canchitas.
He sido un niño muy poco habilidoso; he sufrido en el armado de los equipos luego de que “midieran” y eligieran, quienes contaban con el prestigio del virtuosismo. Como niño obediente, me fui ubicando en el lugar del cuatro. No pasé en ninguna oportunidad la mitad de la cancha. Fui construyendo desde mi temprana infancia un estilo Eber Ludueña. Lejísimo de todo arte, creatividad e invención, me rebautizaron “Ruso” por mi dureza y rusticidad. Me he dicho en reiteradas oportunidades “ser un bilardista dentro y fuera de la cancha”. He sostenido los ideales del estilo europeo, industrialmente perfecto.
Con los años, jugando en Los Hornos o en la canchita del Hogar de Cajade, advertí que no se podía renunciar a la estética del juego, ni siquiera en el fondo de la cancha. Recibí de los pibes innumerables burlas por mis movimientos bruscos y de escasa coordinación. De esos mismos pibes que le enseñaban a mi hija de un año a bailar cumbia antes que a caminar. Jugué junto a Cajade. El cura sostenía, como Diego, una profunda fidelidad a la belleza ética y estética del potrero, dentro y fuera de la cancha.
La noche posterior a la muerte de Diego soñé con un mar intensamente azul. ¿Me fundía en él? ¿Me estrellaba? No sentía temor y una frase aparecía susurrada: azul pacífico. Al despertar, asocié el azul a la camiseta que Diego usó en el histórico gol contra los ingleses (ese azul siempre me resultó particularmente intenso), luego, la idea de mar abierto (el potrero es un espacio abierto a las posibilidades), la belleza. Hay preguntas que no dejan de acompañarme, de desvelarme, tal vez las preguntas esenciales nos retornan de la mano de muy pocas personas. La belleza, transformada en arte, se hace metáfora de algo íntimo que profundamente me concierne.
* Federico Artigue es psicólogo, trabajó entre 1998 y 2005 en varios proyectos del Hogar de la Madre Tres Veces Admirable (Panadería El Viejo Pepe, Chispita y el suplemento Baruyo de La Pulseada).