Los sucesos del 19 y 20 de diciembre de 2001 dieron un vuelco a la historia de la Argentina y de las familias de las víctimas de la represión. Causas estancadas. Justicia por partes. Pequeñas victorias. Qué piensan del país actual quienes vieron derrumbarse al gobierno neoliberal de la Alianza y con él, sus sueños.
Por Laura Agostinelli
Fotos: Archivos familiares y Fotosur/Sol Vázquez
“Tenemos que estar en la calle, hacer un poco de ruido”, le dijo Gastón Riva a su esposa, María Arena, la noche del 19 de diciembre de 2001.
–Sí, pero los chicos duermen– contestó ella. Él se resignó, tomó un palo, fue al patio y golpeó la parrilla hasta cansarse.
“Hizo su propio cacerolazo”, recuerda María, quince años después, en su departamento pequeño del barrio Florida.
Tenían un Fiat 128 y una Honda CG. Habían ingresado a un plan de viviendas en Ramallo, iban por la sexta cuota. No había ahorros bajo el colchón ni acorralados, y su hogar tampoco estaba entre los 6 de cada 10 que no podían acceder a la canasta básica. Gastón trabajaba por las mañanas de mensajero y por las noches de repartidor. Ese día había hecho trámites en el Gran Buenos Aires y cuando volvió a su casa contó: “Eran cientos y se desesperaban por una bolsa de comida”.
María era ama de casa. Había dejado de trabajar cuando tuvo a su segunda hija, Agustina, que en ese entonces tenía tres años. Al poco tiempo llegó Matías. Esa tarde había visto los saqueos por la televisión y al presidente Fernando De la Rúa decretar el estado de sitio. A la noche vio a la multitud poblar la Plaza de Mayo y siguió las noticias. Pasada la medianoche, la revuelta popular dio sus primeros frutos. “Renunció Cavallo”, fueron sus últimas palabras para Gastón. Él dormía.
Mientras, en la calle, caía el primer herido de bala. A Jorge Cárdenas le dispararon en las escalinatas del Congreso y murió siete meses después. La fiscalía acusó a cinco policías por sus heridas, pero su caso todavía no tuvo juicio.
El 19 y 20 de diciembre uno podía elegir estar entre los que miran o los que hacen. Gastón Riva, como otros miles de argentinos, eligió ir a la Plaza. Su esposa lo supuso y por eso prestó más atención a la tele. Ya lo había visto a lo largo del año en varias manifestaciones de motoqueros que transmitía Crónica TV. Tiempo después le rogará hasta el cansancio al canal por una copia de las imágenes de Gastón vivo. Imposible. Solo con orden de un juez, le responderán. Tan atenta estuvo María a la cobertura de la represión en la plaza, que al mediodía vio a su marido. “Ahora vemos cómo trasladan a uno de los muertos”, decía el periodista de Canal 13, Julio Bazán.
Después del caos, las preguntas
Gastón se había mudado a Capital Federal a principios de los ‘90, cuando María quedó embarazada. Antes, su amor era a la distancia. Nació y creció en Ramallo, por eso sus padres quisieron llevarlo de vuelta. María aceptó. “Para mí no había nada ahí”, explica, cuando piensa en su tumba “él vive acá, en sus hijos”.
Cuando regresó del entierro, además de desconocer qué había pasado el 20 de diciembre, no sabía de qué iba a trabajar, ni cómo contarles la verdad a Agustina y Matías: “Casi no hablaban ¿cómo les explicaba que su papá no iba a volver?”. La mayor, Camila, tenía 8 y comprendió rápido. “Su duelo fue muy difícil”, reflexiona María. “Ellos son los más golpeados en esta historia”.
Como si lo hubiera intuido, María se anticipó a la falta de pericia de los fiscales Luis Comparatore y Patricio Evers que tuvieron en sus manos la investigación preliminar. Ella tenía un interés particular: quería saber si Gastón había sufrido.
Al principio había algunas fotos del caos. A los pocos días dio con varios testigos y pruebas que sumó a la causa. También supo que, cuando le dispararon, Gastón no estaba solo. Después de un año de búsqueda, encontró al manifestante que iba con él y llegaron las respuestas.
María baja la voz. “No quiero que me escuchen los chicos”, aclara y señala con la vista la habitación que da al living comedor. Reconstruye los últimos minutos de su marido: “Gastón quiso salir con su moto desde Bernardo de Irigoyen hacia Tacuarí, sobre Avenida de Mayo. Uno de los manifestantes le dijo que no fuera solo. Lo examinó –tenía esa habilidad para sacarte la ficha en un segundo, recuerda–, ‘subí’, le dijo. Avanzaron 50 metros hasta que una bala le perforó el tórax. Cayeron. Lo llevaron al hospital Argerich pero puede que, para cuando llegaran, ya no hubiera nada por hacer. La moto y la mochila desaparecieron. Su acompañante se quedó hasta el final”.
María encontró respuesta al interrogante que originó su búsqueda. Según le explicó el médico que lo atendió, momentos antes de morir, Gastón era consciente de lo que pasaba, pero su cuerpo ya no sentía.
¿Quién disparó? Todo indicaba que fue el policía de la Federal Víctor Belloni, pero no hubo pruebas suficientes para acusarlo. “Sé que fue él, está comprobado que disparaba con plomo”, afirma, “cuando declaré, se me acercó y me dijo que él no había matado a mi marido. Le dije que se fuera. Si tenía algo para decir que lo hiciera ante el tribunal”.
Belloni fue acusado de tentativa de homicidio por las heridas a los manifestantes Sergio Sánchez y Marcelo Dorado. La fiscalía pidió 10 años de cárcel. En mayo de este año, el Tribunal Oral Federal 6 de Buenos Aires consideró que no había pruebas suficientes. Lo condenó a tres años de prisión y el mismo tiempo de inhabilitación para ejercer cargos públicos por el delito de abuso de armas.
Las únicas condenas
El juicio empezó el 24 de febrero de 2014 y terminó en mayo de este año. Declararon unos 200 testigos y se acusó al ex secretario de Seguridad del gobierno de la Alianza, Enrique Mathov, al ex jefe de la Policía Federal, Rubén Santos, y los ex comisarios Raúl Andreozzi y Norberto Gaudiero, por los homicidios culposos de Gastón Riva, Carlos Almirón, Gustavo Benedetto, Diego Lamagna y Alberto Márquez, producto del “abuso de autoridad y violación de deberes de funcionario público”. Se los responsabilizaba, además, por las lesiones de 117 personas. También fueron acusados trece policías de menor rango.
Durante los 13 años de vigilia, María Arena temió que el juicio nunca existiera. Las demoras fueron tantas que en 2011 el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), representante de la familia de Riva y Lamagna, denunció en un comunicado que la causa “estuvo plagada de estrategias dilatorias por parte de las defensas y desidia en el accionar judicial”.
Mathov, Santos, Andreozzi y Gaudiero recibieron penas que van desde los tres hasta los casi cinco años de prisión e inhabilitación para ejercer cargos públicos. “Los que perdimos un familiar por la represión sentimos que nada alcanza para reparar”, lamenta María Arena, “pero les dieron lo que pedimos. Son las penas que contempla la ley”.
Para Rodrigo Borda, abogado del CELS, miembro de la querella unificada, fue un avance importante: “Es la primera vez que se juzga a los responsables políticos de una represión”, explica. “La sentencia afirma que se usó el estado de sitio para reprimir y perdurar en el poder. De la Rúa necesitaba negociar con la oposición un gobierno de transición y por eso no quería que la gente estuviera en la Plaza”.
Fuera de la Capital, el último relevamiento realizado por la Agencia Nacional de Noticias Jurídicas, Infojus, a 12 años de la represión, informaba solo nueve casos cerrados. Dos acusados fueron sobreseídos, uno no llegó a juicio por falta de mérito y, en los otros siete, un puñado de policías y comerciantes fueron condenados. Las penas iban de 3 a 20 años. La causa por el crimen de David Moreno, del que se acusa al policía Hugo Ignacio Cánovas Badra, fue elevada a juicio en el 2009. No hay noticias de su resolución.
Fuera de la Capital, las denuncias contra los responsables políticos no prosperaron.
La vida hoy
A 15 años de la represión, el 20 de diciembre de 2001 no pierde vigencia en la vida de la familia Riva. María le prometió a Gastón que haría justicia. “Nos tiene mal que De la Rúa esté libre”, dice, por ella y por el resto de los familiares de las víctimas.
El ex presidente fue sobreseído en el año 2009 por el juez federal Claudio Bonadio. Tras varias apelaciones, a mediados del 2015, la Corte Suprema confirmó el sobreseimiento sin tratar el recurso extraordinario de la querella unificada y la fiscalía. A fines del año pasado, se presentó la denuncia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). La querella insiste en que el estado de sitio fue ilegal y en que él no podía estar al margen. Borda se muestra optimista: “La sentencia ayuda porque refuerza los argumentos que responsabilizan al ex presidente”.
María se repuso. Había hecho una promesa y, además, debía seguir adelante con la familia que proyectaron juntos. Le dijo adiós a la casa en Ramallo, sin Gastón ¿para qué? Le dio la bienvenida al trabajo que le ofreció, junto a otros familiares de las víctimas, María Cecilia Felgueras, la vicejefa de gobierno de Aníbal Ibarra. Estudió locución y desde entonces trabaja en Radio Ciudad. Es abuela de Huilen, una niña de cuatro.
Se pregunta qué pasará ahora que la Argentina perdió, en el último año, tantos derechos y posibilidades de crecimiento. Cuando sale a la calle, ve desazón. Lamenta “estar, de nuevo, ante un gobierno neoliberal”. “¿Cómo levantás el país otra vez?”, se pregunta. Le preocupa lo cíclico de nuestra historia. Mira la última foto de su familia cuando eran cinco. Se pregunta cómo sería Gastón con su nieta y cómo hubiera cambiado su cuerpo con el correr del tiempo. Sabe que nunca encontrará la respuesta.
Marta sin Alberto
Marta Pinedo, la viuda de Alberto Márquez, al igual que María necesita ver presos a los artífices de la represión. Sin embargo, ella es escéptica. “La Argentina volvió para atrás en muchos aspectos”, lamenta “y eso se ve en el funcionamiento de la Justicia”.
Las razones de su desconfianza: hay filmaciones, testigos y sobrevivientes del ataque de nueve policías que frenaron en tres autos, a la altura del Obelisco, y abrieron fuego contra un grupo de manifestantes que descansaba. La fiscalía pidió penas de 5 a 16 años de prisión. A algunos los consideraba coautores, a otros, partícipes secundarios de la tentativa de homicidio contra Paula Simonetti y Martín Galli y del homicidio simple de Alberto Márquez. El TOF 6 condenó solo a tres: Carlos López, Emilio Juárez y Ariel Firpo Castro.
El Tribunal “consideró que no hubo coautoría”, explica Rodrigo Borda. La pena más larga fue de seis años de prisión y de 10 años de inhabilitación para ejercer cargos públicos. El resto de los policías fue absuelto, entre ellos el comisario inspector Orlando Oliverio, que comandaba el operativo. “Si yo saliera a matar, me darían perpetua”, se queja Marta. Su defensa y la Fiscalía apelaron la sentencia.
Reponerse fue difícil pero no había otra alternativa. “Vi que mi hija se deprimía y tuve que levantarme”, recuerda. Se deshizo de la idea de envejecer junto a Alberto. Al igual que María, consiguió trabajo en el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Dejó la casa en Villa Maipú y se mudó, junto a su hija, a la de sus padres, en San Martín. “Necesitaba sentirme contenida, era insoportable su ausencia”, recuerda. Luego de algunos años, construyó su hogar.
Marta y Alberto
Cuando se conocieron bailando tango, ambos estaban casados. Sus familias se hicieron amigas, iban juntos para todos lados. Primero vino la separación de él. Lo acompañó. Después, se divorció ella, y, con el tiempo, su relación se transformó. Vivieron juntos. Él le llevaba 10 años y tenía tres hijos. Marta, una. Estuvieron juntos ocho años hasta que la represión del 2001 los interrumpió.
Durante los años de crisis, vivían del sueldo de Alberto: era corredor de seguros y consejero escolar. Siempre se había dedicado a la política. En medio del caos del 20 de diciembre, Márquez se acordaba de cuando fueron a recibir a Perón, a Ezeiza. Cuando se terminara su cargo como consejero, pensaba retirarse. “La política está cada vez más sucia”, le decía a Marta.
Sus días eran tranquilos. Donde fuera él, ella iba. “Fue lo mejor que me pasó en la vida”, recuerda. Dos semanas antes habían despedido al hijo menor de Alberto. Se iba a España a probar suerte. A Alberto la noticia lo enfureció, quería que lo intentara en su país, una Argentina con un 18% de desocupación y casi un 40% de trabajadores precarizados, según el INDEC.
A Marta, en aquel tiempo, no le interesaba la política. Dice que ahora se informa un poco más. Sin embargo, el 20 de diciembre salió a la calle. Para la hora en que dejaron la casa, a las 15.30, la televisión había mostrado a la policía golpeando a mansalva desde todos los ángulos. Estaban, también, los muertos. Es una locura, les advirtieron la hija y la madre de Marta. Pero Alberto tenía que estar y adonde fuera Alberto, iba Marta. Ponete zapatillas, por si hay que correr, le recomendó él.
Intentaron llegar a Plaza de Mayo pero los golpes de la policía montada les hizo cambiar de opinión. Desandaron esas siete cuadras. Pararon a descansar en la 9 de julio, a la altura del Obelisco, donde también frenaron esos tres autos, con esos nueve policías. Alberto corrió poco antes de caer. Marta pidió ayuda. Lo cargaron en un Fiat Duna. “Para mí, ya estaba muerto”, recuerda. En medio del caos, el conductor le preguntaba por dónde ir. Marta sacaba el cuerpo por la ventanilla y no veía ambulancias. “¿Por dónde?”, preguntaba el conductor, como si fuera posible encontrar un rumbo.
Hoy Marta imagina que si no hubiera pasado lo que pasó su vida sería igual de tranquila que antes del 20 de diciembre. “Quizá hubiera mejorado nuestra situación económica, pero no mucho”, evalúa. Durante los últimos meses se le hizo cada vez más difícil llegar a fin de mes. La segunda parte del aumento de sueldo nunca se negoció.
A 15 años de la tragedia, confiesa que no esperaba volver a ver, en la calle, los rasgos de aquello que la desencadenó. Lamenta que entre sus amigos haya varios desocupados. “Es muy triste lo que pasa -reflexiona-. Sería terrible que volvamos a tener otro 2001”.