En este pueblo bonaerense, cabecera de Punta Indio, Fernanda Nicora lucha para desentrañar el encubrimiento del crimen de su hijo Sebastián, que tenía 16 años en 2013, cuando lo ejecutaron con un tiro en la cabeza que no figuró en la autopsia. Una trama que tiene a la Policía en el centro de las sospechas y a una pequeña comunidad sin poder terminar de reaccionar.
Por Pablo Spinelli
La mamá y los hermanos de Sebastián Nicora revivieron la peor pesadilla una noche del último febrero. Un patrullero irrumpió en su casa de Verónica –cabecera del partido de Punta Indio— como lo había hecho el 15 de febrero de 2013, exactamente dos años antes, cuando fueron a avisarles que el chico de 16 años había aparecido muerto con un golpe en la cabeza, a metros de las aguas del Río de La Plata, en el balneario El Pericón. Si la primera intervención fue consecuencia del drama, ahora Fernanda Nicora lo sintió como una amenaza; un intento de amedrentamiento.
“¿Está todo bien?”, le preguntaron los policías, pese a que no había habido nada que indicara lo contrario. O sí: hacía pocas horas ella había encabezado una jornada de lucha, con una participación cada vez más numerosa de vecinos, al cumplirse el segundo aniversario del asesinato de su hijo. Los policías del pueblo habían estado en el centro de todas las críticas y por esas horas, junto a la Comisión Provincial por la Memoria (CPM), Fernanda ya armaba una denuncia por encubrimiento contra muchos de ellos, incluido el médico forense que durante la autopsia no vio o no quiso ver un balazo en la cabeza de Sebastián.
Ella vincula ese episodio nocturno a su conducta durante los 24 meses que separan un momento de otro. En ese tiempo se convirtió en una luchadora que empujó la investigación hacia la búsqueda de la verdad. Y ese camino la llevó a exponer ante la mirada de los vecinos de ese distrito de menos de 10.000 habitantes, una trama que casi todos conocen o adivinan, pero de la que pocos hablan. En las primeras horas demasiado sola, más tarde con la guía de algunas personas con las que se cruzó —el primero fue el entonces defensor oficial de jóvenes, Julián Axat—, se erigió en abogada y detective, tramitó expedientes, entrevistó a testigos, se sumergió en la noche y se acercó a esa zona en la que lo legal y lo ilegal difuminan sus fronteras y comparten protagonistas.
“La gente aún sigue teniendo miedo”, dice Fernanda a La Pulseada, aunque reconoce que está mucho más acompañada que durante las primeras semanas, aquellas en las que al plantear sus dudas sobre la Policía en las oficinas judiciales le pedían que ella misma buscara y aportara las pruebas. “No se meten, prefieren no saber o no involucrarse, porque tienen hijos, familia. Y creen que jamás pasaran por algo así. Otros les temen a la misma Policía”, asegura hoy al analizar la conducta del pueblo.
La trama y el revés
El telón de fondo que rodea el crimen de Nicora se asemeja a otros, con víctimas muy jóvenes —en general, pobres o con algún grado de marginalidad— y con antecedentes conflictivos en su relación con la Policía. Quedó registro de una denuncia en contra de Sebastián por hurto y, como en otros casos que han marcado la historia reciente (el de Luciano Arruga en La Matanza es emblemático), la persecución de los efectivos de Verónica era cotidiana, según refiere su madre, arrepentida de no haber denunciado la situación a tiempo: “Lo tenían marcado, siempre lo hostigaban, y estaba mal visto por ellos, no sé si porque era menor, porque era pobre o porque lo querían usar para robar”.
Las razones que pudieron haber llevado al ejecutor a jalar el gatillo son difusas, pero el contexto previo antes descripto habilita a varias especulaciones. ¿Sebastián se negó a hacer algo? ¿Manejaba información que podía denunciar? ¿Ocurrió algo esa noche que lo enfrentó con su verdugo? ¿Fue testigo de algún episodio comprometedor? ¿Profundizó por alguna circunstancia ese malestar con los efectivos policiales?
Lo cierto es que si antes hubo hostigamiento y persecución, tras su muerte hubo intento de ocultar, de distraer, de desorientar la investigación. Alteraciones en la escena del crimen, allanamientos ilegales, adulteración y ocultamiento de las pruebas, y pericias fraudulentas, son algunas de las irregularidades que se desprenden de la causa.
El ocultamiento más atroz fue descubierto 20 meses después del crimen, en octubre de 2014, cuando se hizo la re-autopsia que determinó que el supuesto golpe con un objeto punzante en la frente era sólo una fachada para ocultar un tiro de arma de fuego que tenía orificios de entrada y salida. Parece inverosímil que tal cosa pudiera pasarse por alto sin mala praxis intencional en la autopsia original, realizada por un médico de la fuerza.
Con ese resultado, que estableció la verdadera causa de la muerte, Fernanda logró llamar la atención de la Procuración de la Suprema Corte, la cual designó dos instructores que desde diciembre de 2014 debieron dedicarse a revisar la causa y recabar nuevos datos.
La cadena de responsabilidades excede a José Daraio, el profesional que realizó esa primera pericia. El forense, que dejó su puesto en julio de 2014, cuando las irregularidades de su trabajo estaban por descubrirse, aparece como un eslabón más. Y su acción, junto con la de ocho policías que intervinieron en las horas posteriores al crimen, forma parte de esa acumulación de pruebas que Fernanda usó recientemente junto a su patrocinante —la abogada del área de Litigio Estratégico de la CPM Margarita Jarque— en la presentación de una amplia denuncia penal por encubrimiento agravado en concurso ideal con la figura de incumplimiento de los deberes públicos como funcionarios.
Además del balazo omitido en la primea autopsia, en la causa consta que Sebastián fue movido y examinado antes de que llegaran al lugar los efectivos de la Policía Científica, los únicos con autorización para hacerlo. También hubo inspecciones irregulares en la habitación donde el joven se había hospedado y allanamientos sin orden en su propio domicilio, donde fueron incautados objetos que más tarde se usaron como pruebas de supuestos robos. Antes de todo eso, estuvo la frustrada imputación inicial de otro adolescente, con quien Sebastián se juntaba por esos días.
Sospechosos de siempre
El 14 de febrero fue jueves en 2013. Ese día Sebastián transitó el corto camino que separa a Verónica de Punta Indio, y se hospedó en la habitación 20 del establecimiento Santa Rita, cercano a la playa. En algún momento de la noche, y por alguna razón aún difusa, el amigo con quien supuestamente viajó decidió regresar al pueblo. Alrededor de las 11 de la noche Sebastián fue visto por última vez en un parador ubicado cercano a la playa. Pasadas las 4 de la mañana del día siguiente apareció sin vida sobre la arena.
El joven que había acompañado a Sebastián fue el primer señalado como autor del crimen. Hoy tiene 17 años y su identidad aquí se preserva. La acusación en su contra se basó en que él sostuvo que nunca estuvo con Sebastián aquel día. Mantiene la versión pese a que hay numerosas pruebas que indican lo contrario. Podría ser una mentira producto del miedo y así lo entiende Fernanda, que fue a verlo apenas ocurrido el crimen. “Sigue teniendo miedo”, dice la mamá de Sebastián, tan segura de que el joven sabe más de lo que cuenta, como de que no está involucrado en el asesinato.
La Policía allanó el domicilio del chico, y en otro procedimiento irregular lo llevaron a reconocer el cuerpo de Sebastián antes de que lo viera la propia Fernanda. Nada de lo que encontraron en su casa sirvió para vincularlo con el crimen. No se detectó arena del lugar entre sus pertenencias ni coincidía la hora en la que volvió a su casa con la data de la muerte de Sebastián, producida seguramente en las últimas horas del 14 de febrero. “No coincidía nada; cuando uno mira minuciosamente no hay nada. Salvo que era un menor que tenía antecedentes: era fácil”, reflexionaba Fernanda en aquel momento, cuando empezaba a gritar sus dudas.
Sin embargo, durante casi un año toda la investigación se basó en la participación del amigo de Sebastián como principal hipótesis. La falta de elementos terminó por desvincularlo y fue sobreseído hacia finales de 2013. Demasiado tiempo perdido. Habían pasado diez meses del crimen y la fiscalía a cargo de Ana Medina se encontraba con una causa a foja cero, sin victimarios a la vista y obligada a investigar en serio y de manera retroactiva un crimen cuya instrucción preliminar tenía un pecado original: haber estado a cargo de quienes, a esa altura, ya eran los principales sospechosos.